Mateo 25,14-30
Uno pudiera pensar en principio que se trata de una parábola de superación personal, pero es mucho más lo que está de por medio. La parábola cuenta la historia de un hombre que, yéndose a un largo viaje, reparte su dinero entre tres servidores suyos de toda su confianza. Cada uno recibe diferentes cantidades del patrimonio de su señor. No se dice por qué el señor se va, ni por qué reparte el dinero entre sus servidores y no lo deposita directamente él en el banco.
Lo que sabemos, y es lo primero que importa, que se trata de servidores suyos de toda su confianza. El señor no les dice lo que deben hacer, que sean de su confianza significa que lo conocen, y saben lo que él espera de ellos. Así que dos de ellos se ponen a trabajar, para hacer crecer lo que se les ha confiado; el tercero, en cambio, ha tenido miedo, ha enterrado el dinero, y ha devuelto tal cual lo que se le confió.
Las parábolas que cuenta Jesús hablan siempre de nuestra vida. Nuestra vida así es. Cada uno de nosotros somos la riqueza de la propia humanidad que Dios nos ha confiado. El acento habría que ponerlo no en la comparación con los demás en el sentido de si somos más o menos, o si valemos más o menos que otros. Frente a Dios, esta pregunta no tiene ningún sentido. Somos sus hijos y como tales valemos lo mismo. Lo que importa de la parábola son tres aspectos.
El primero, que Dios nos tiene confianza. Y nos la sigue teniendo a pesar de todo lo que estamos viviendo. Dios nos ama y confía en nosotros. Cada acto y cada gesto de amor humano es un acto de confianza de Dios en nosotros. Que a pesar del clima de horror y de violencia que estamos viviendo haya jóvenes que apuestan con esperanza por el matrimonio, por tener hijos, por estudiar una carrera universitaria, por salir a las calles con una luz en la mano para orar por los que no aparecen, significa que Dios sigue confiando en nosotros, y esta confianza pasa por nosotros mismos, no podemos no vernos como nos ve Dios, no podemos no tener confianza en nosotros mismos, no podemos ver nuestras manos y pensar que siempre estarán vacías, no podemos vernos a los ojos y no confiar en esa mirada de alegría y esperanza de quien se sabe imagen y semejanza de Dios. Salimos a las calles u oramos en nuestras casas y en nuestros templos, porque tenemos la confianza de que no todo está perdido, y que algo podemos aún rescatar. Confiamos porque Dios confía en nosotros.
Lo segundo que importa es que Dios no nos dice qué hacer con lo que nos ha dado. Podríamos pensar en los diez mandamientos de la Ley de Moisés, pero en esas leyes es más lo que se nos dice que no hagamos que lo que sí hagamos. Jesús habla simplemente del amor, pero el amor no es una ley, podemos hablar de la Ley del amor, pero es algo más bien simbólico, porque el amor nunca es imposición, siempre nace del corazón. El amor es más bien un criterio. Dios no nos dirá qué hacemos con los gustos y las capacidades que tenemos, si estudiamos una carrera u otra, si nos casamos ahora, o esperamos a que pase el tiempo a ver si mientras conocemos a otra persona que nos guste más. El amor, cuando es genuino, nos hace tomar decisiones, que implican renuncias, es verdad, pero en primer lugar son opciones. El amor fortalece la confianza. Cuando decidimos casarnos, por ejemplo, confiamos que amaremos siempre, como pasión e intensidad, aun cuando más adelante vengan nuevas personas. Lo mismo pasa cuando entramos a la vida religiosa, si pensamos que más adelante puede aparecer alguien que robe mi corazón, si dudamos, si no confiamos, si no arriesgamos, nunca tomaremos ninguna decisión, y acabemos por desperdiciar la vida.
Lo tercero es el miedo. El tercer servidor tiene miedo por una falsa y distorsionada imagen de Dios. Lo más trágico es tener miedo a Dios. El miedo, muchas veces lo hemos dicho, paraliza, detiene. México tiene miedo, y no sé si lo que pasó anoche en Ciudad Universitaria fue un acto que busca sembrar el miedo, o una muy reprobable falta de sensibilidad de quien toma decisiones hacia el momento que vive el país en general, y los jóvenes estudiantes de nivel superior en particular. Pero meter a la policía en CU para buscar ¡un celular! es cosa que sólo Dios perdona. O a saber si alguien tiene miedo de las conversaciones que dejó guardadas en su whatsapp. Escribe Mandela en su autobiografía que muchas veces sintió miedo, tantas que no recuerda cuántas, pero afirma con contundencia que en cada una de ellas disfrazó su miedo de audacia, porque lo importante no es no sentir el miedo, sino vencerlo; sabedores de que en el fondo de cada corazón humano hay una reserva de misericordia y generosidad. La libertad, dice él, fue una conquista no de pocos héroes, sino de la lucha de muchos hombres y mujeres corrientes que vencieron su propio miedo. San José tuvo miedo, en los días de la persecución de Herodes; Jesús mismo sintió miedo, en la noche del Huerto de los Olivos. Para vencer el miedo no hay que ser superman, simplemente hay que estar conscientes de que somos la imagen y la semejanza de Dios, y confiar en nosotros mismos tanto como Dios.
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