Marcos 13,33-37
Como un hombre que se ausenta. Así habla Jesús, ¿de sí mismo, de su Padre Dios, de ambos? Con esta fuerte imagen iniciamos el adviento, un tiempo que tiene una doble dimensión. La primera, recordarnos con gozo y gratitud que, con la Encarnación de Jesús, Dios mismo se hizo uno de nosotros para caminar con nosotros, a lo largo del tiempo, por el camino de la historia, solidario de los últimos; de los que hoy llamamos desparecidos, por ejemplo. La segunda dimensión del adviento es recordar que Jesús crucificado y resucitado, rey del universo y Señor de la historia, volverá como juez al final de los tiempos. El adviento comienza con esta segunda dimensión, no con el recuerdo del nacimiento de Jesús, sino con el recuerdo de que volverá. Por eso la fuerte llamada de Jesús a vigilar y estar atentos, porque no sabemos cuándo será el momento, ese momento, del que nadie sabe nada, ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre.
La imagen que usa Jesús para hablar de este tiempo de espera, es muy elocuente. Sabemos que en Jesús Dios ha visitado a su pueblo; sabemos que se hizo hombre en el vientre de una jovencita llamada María, y que era la virgen esposa de José, descendiente del rey David. Que predicó el reino de Dios con palabras y gestos, que por ello fue crucificado por Roma y por la élite de Jerusalén, tan corrupta como Roma y cómplice de ella. Que, no obstante, el Padre resucitó a Jesús, y que este Jesús resucitado volverá nuevamente para recapitularlo todo, y en esas estamos, viviendo días que parecen noches, días que en los que parece que Dios está ausente, que el Dios bueno del evangelio y su Hijo, el Hijo del Hombre, se fueron, se ausentaron. Y nos sentimos así, abandonados a nuestras propias fuerzas, no siempre muy fuertes y siempre limitadas.
Un día en el parque una mujer paseaba a su bebé en carreola, y ahí estaban de pie observando Mafalda y Miguelito. Después pasó otra igualmente con un bebé “Me pregunto si cuando llegue tu hermanito también él deberá pasar los primeros meses acostado.”, dijo Miguelito. “Seguro”, respondió Mafalda, “nadie tiene tanto carácter como para aceptar en pie la idea de tener que vivir en semejante mundo.” La misma sensación tuvo el pueblo de Israel, al cual se dirige el profeta Isaías. Habiendo sido humillados, asesinados los hombres, violadas las mujeres, desterrados los sobrevivientes por el ejército de Nabucodonosor, rey de Babilonia, hacia el año 589 a.C., la llegada de otro rey, Ciro, de Persia, permitió al pueblo volver a su tierra, arrastrando su dolor y su vergüenza. Lo peor había pasado, pero seguía habiendo un enemigo: ya no un ejército cruel y más poderoso, sino el desánimo generalizado, la dura y amarga sensación de que Dios los había abandonado, “¡Pero si tú eres nuestro padre!”, clamó el pueblo al Señor, “hace tiempo que ya no nos gobiernas… ¡ojalá rasgaras el cielo y descendieras!”
Pero no es que Dios esté ausente. En su mensaje, Jesús dice que este hombre, que es Él mismo, o su Padre o ambos, no se ausentó sin antes encomendar a cada uno de sus servidores su propia tarea, y encargó al mayordomo que vigilara. Nosotros somos los servidores, y nuestra única tarea es el amor. Nacimos del amor, renacemos por la misericordia, seremos desbordados de vida plena por el Amor. Esto es lo que se nos pide: mantener encendida la triple luz de la fe, de la esperanza y del amor; mantenerla encendida y comunicarla a través de las grietas de esta vasija de barro en que portamos este maravilloso tesoro, y que somos cada uno de nosotros, habitados por el Espíritu de Dios. Nuestra tarea es ser activos en la compasión y la misericordia; lo que pide el hombre Dios antes de ausentarse, es que no nos quedemos dormidos, cómodos e indiferentes, cuando en la historia es de noche.
El Señor puede volver al atardecer, como cuando se reunió con sus discípulos para celebrar la Cena, su Cena de despedida; el Señor vuelve en la Eucaristía y nos hace uno con Él, Pan partido y Vino desbordado para el que tiene hambre y sed. Puede volver a media noche, como en la hora de su aprensión, cuando otros inocentes como Él son aprendidos, torturados, acusados y juzgados sin justicia, sentenciados a muerte, al silencio y a la soledad. El Señor puede volver al canto del gallo, en la hora de la negación, cuando nos dirige su mirada suplicante, de indigente, de necesitado, de débil, de abandonado, y puede que por no estar atentos no lo reconozcamos y su dolor nos dé miedo y cobardía, y lo neguemos. Pero puede también que el Señor llegue al amanecer, en la hora luminosa y clara de la resurrección, cuando nos preguntamos cómo haremos para mover la pesada piedra del sepulcro, y a pesar de lo difícil que parece, seguimos firmes hacia su sepulcro, para estar con él, para dar a su cuerpo destrozado la unción de nuestra fidelidad.
No estamos abandonados, ni Él está ausente. Nos ha dejado la tarea, pero nos ha dado también su Espíritu; nosotros somos su Cuerpo. Puede que en nuestras mentes haya muchas preguntas, pero en nuestros corazones y en nuestras manos hay respuestas, quizá no muchas, pero sí la únicas que importan: la mirada compasiva, la caricia de la misericordia. Por eso dice el profeta: “ Señor, ¿por qué permites que nos alejemos de ti, y endureces nuestro corazón para que no te respetemos… Nadie invocaba tu nombre, nadie despertaba de su letargo para unirse a ti… Con todo, Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros somos la arcilla, y tú el Alfarero.” Haznos lámparas, Señor, aunque sea de barro, frágil y agrietado, con tal de que tu luz brille en medio de las tinieblas y alrededor de ella nos quitemos el frío de esta noche que cala hasta los huesos.
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