Juan 2, 13-22; Gn 28,10-22
Uno pudiera decir, si pensáramos como Mafalda, que qué cuernos nos importa a nosotros que hoy se celebre la dedicación de una antigua basílica romana: la Basílica de san Juan de Letrán. Pero la Basílica de san Juan de Letrán es la más antigua de las Iglesias cristianas de Occidente: Cabeza y Madre de las Iglesias, como también se le conoce. En realidad, poco se sabe, la Basílica de san Juan de Letrán es la Catedral de Roma y, por lo tanto, es la sede de su Obispo, el Papa. El antiguo palacio de Letrán era propiedad de una familia noble, caída en desgracia durante el Imperio de Nerón, desde entonces pasó a ser propiedad del emperador. El 28 de octubre del año 312, mucho tiempo antes de que se celebrara en ese día la memoria de san Judas Tadeo, patrón de las causas difíciles y desesperadas, el emperador Constantino derrotó a Majencio, en la batalla del Puente Milvio, conviertiéndose en la máxima autoridad del Imperio Romano de Occidente. Se dice que una noche antes de la batalla, Constantino tuvo un sueño: vio una cruz en el cielo, y oyó una voz que le decía: "Con este signo vencerás".
A partir de este triunfo, atribuido al Dios cristiano, Constantino decretó al año siguiente la libertad religiosa para los cristianos, se dice que incluso el emperador mismo se convirtió al cristianismo y que antes de su muerte pidió ser bautizado. No parece que la conversión de Constantino sea histórica, incluso, el cristianismo no fue declarada religión oficial del Imperio Romano sino hasta el año 370, por decreto del Emperador Teodosio. Pero sí debemos tener en cuenta que el Imperio Romano persiguió, y por momentos cruelmente a los cristianos no sólo por razones religiosas, sino también por razones políticas y sociales: los cristianos no fueron perseguidos, asesinados y echados a los leones simplemente por negarse a reconocer la divinidad del César, del Emperador, y quemar incienso ante su estatua; sino que el reconocimiento de un Dios oficial implicaba el reconocimiento del orden social avalado en su nombre. Aceptar que el César era Dios era aceptar que la sociedad injusta, desigual y opresiva de Roma, con su paz impuesta a través de la violencia era voluntad de Dios y, por lo tanto, había que acatarla. Por el contrario, desconocer la divinidad del emperador, y afirmar la divinidad de Jesús era afirmar la supremacía del Imperio de Dios frente al Imperio de Roma. En los relatos evangélicos queda muy claro que hay dos imperios o basileas que se contraponen: el de Roma y el de Dios; cuando traducimos "basilea" del griego al español como "reino" para Dios e "imperio" para Roma, perdemos de vista esta contraposición.
De ahí la persecución hacia los cristianos. Cuando Constantino decreta la libertad religiosa, regala al Papa san Silvestre el Palacio o Basílica de Letrán como un signo de buena voluntad. El Papa san Silvestre la consagra el 9 de noviembre del año 324, y es lo que recordamos hoy. Pero no se trata de una simple efeméride. La dedicación de un antiguo palacio romano como iglesia cristiana reviste un hondo significado.
Un día Jacob tuvo un sueño. Una noche, mientras andaba de camino, se acostó sobre una piedra, y soñó con una escalera que llegaba hasta el cielo, y los ángeles de Dios subían y bajaban a través de ella. Y vio al Señor de pie sobre, ella, y lo bendijo. Y Jacob, cuando despertó, dijo: "Ciertamente el Señor está en este lugar... Esto no es otra cosa que la casa de Dios y la puerta del cielo". Y ungió con aceite la piedra sobre la que había soñado; es decir, consagró, hizo sagrada aquella piedra, uno de los primeros altar para el Señor. La piedra no era la casa de Dios ni la puerta del Cielo, pero indicó dónde estaban. Lo mismo pasa con la Basílica de san Juan de Letrán. Cuando san Silvestre la recibe del emperador y la consagra, consagra un edificio que da testimonio en primer lugar de que no ha sido el Impero de Roma, sino el Imperio de Dios el que se afirma y se reconoce como la última y definitiva palabra de Dios sobre la historia. Significa que no son la violencia ni la pobreza, la explotación o la injusticia el destino final de nuestras sociedades y, por lo tanto, frente a esta triste realidad que vivimos, hay lugar para la esperanza.
La unción de la piedra de Jacob, en Betel, la unción o consagración de la Basílica de san Juan de Letrán en Roma, apuntan a una realidad superior: a la realidad de la verdadera Iglesia, el pueblo de los hijos de Dios, piedras vivas y consagradas por Dios mismo en el bautismo. El templo como construcción es sólo un símbolo de lo que éste encierra: la santidad de Dios compartida a su pueblo. Los primeros cristianos, expulsados de la sinagoga, se reunían en casas para orar y conmemorar la Cena del Señor; los primeros cristianos perseguidos en Roma, se reunían clandestinamente en las catacumbas. La Iglesia como pueblo, existe desde Jesús; pero en San Juan de Letrán la iglesia podía reunirse con su Obispo por primera vez en libertad, a la luz del día, en su propia basílica, es la Iglesia que recuperaba su dignidad.
El jueves pasado recibimos en esta Parroquia del Espíritu Santo la visita pastoral del Arzobispo Primado, el Cardenal Rivera Carrera. Lo recibimos su Obispo Auxiliar, el Decano y el Párroco. Ingresamos a nuestro templo, y yo le presumí el elegante techo, muy del estilo de las cuatro basílicas romanas; nuestra imagen de la Virgen del Consuelo, patrimonio de la Congregación de esta colonia; le hablé un poco de nuestra historia, antes de orar unos momentos frente al Santísimo. Al término de la comida, el Cardenal recorrió rápidamente la casa, le hablé del trabajo de mantenimiento que hubo que emprender, después salimos a caminar, fuera de programa y sin su equipo de seguridad. Entonces fue, en la calle, que hablamos de la otra parroquia, la verdadera, la que más importa: la gente, los bautizados. Hablamos de ellos, y mientras, él saludó a quien encontramos a nuestro paso, hizo bromas, se dejó fotografiar.
La fiesta de la dedicación de la Basílica de san Juan del Letrán, la visita del Cardenal Rivera, su breve recorrido por la calle, me confirma que esta parroquia, como todo templo, sólo es un signo de que la verdadera casa de Dios y puerta del cielo somos nosotros. Me confirman, como quiere el Papa Francisco, que la Iglesia salga a la calle y unja al mundo con la fragante misericordia de Dios. Por el algo el Papa no ha celebrado la Cena del Señor el jueves santo en su cátedra, en Letrán, sino en una cárcel, primero; y en un hospital, este año. En la reunión con las religiosas del Decanato, algunas de ellas externaron su preocupación por el creciente clima de horror y de violencia que vive nuestro país; de la necesidad de ser voces de denuncia profética. El Cardenal respondió que el evangelio exige no sólo la denuncia, sino también el anuncio de esperanza. Y dijo que sólo Jesús puede salvarnos. Y estamos de acuerdo. Sólo Jesús puede salvarnos, pero nosotros somos su Cuerpo en la historia; nosotros somos la Casa de Dios y Puerta del Cielo; a nosotros nos toca, pues, recibir de Dios la tarea de hacer de la humanidad una Casa abierta para todos, la Casa de la Mesa donde comamos justicia y bebamos fraternidad, la Puerta del Cielo que abramos con nuestro esfuerzo para que a toda la humanidad llegue el imperio de Dios y su Justicia, y mientras éstos llegan en plenitud, que nos llegue, al menos, la esperanza, y la alegría que procede de ella. Amén.
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