Juan 20, 19-31
Cantaba Pedro Infante que de las lunas, la de octubre es más hermosa. Y en efecto, la luna de octubre, la del jueves 11 de octubre de 1962 fue una luna excepcionalmente hermosa, hermosa por su luz, hermosa por su paz, hermosa por la esperanzada noche de la que fue testigo. Ese día el Papa Juan XXIII había inaugurado en la Basílica de san Pedro el Concilio Vaticano II. Un Concilio es la reunión de todos los obispos de la Iglesia, que tiene la finalidad de tratar y definir asuntos relativos a la fe, a la moral y a la disciplina en la Iglesia. Los concilios son conocidos por el nombre de la ciudad en que se lleva a cabo. El último Concilio de la Iglesia había tenido lugar en 1869, en el Vaticano, en medio de la lucha por la unificación de los estados italianos y la disputa por los territorios pontificios. Antes de ese Concilio, el Vaticano I, el último Concilio, y el de mayor influencia, había sido el Concilio de Trento, celebrado entre 1545 y 1563, para reorganizar y defender a la Iglesia frente al movimiento de Reforma iniciado por Martín Lutero. Antes de Juan XXIII, la Iglesia era la Iglesia de Trento.
Antes de Juan XXIII, la liturgia de la Iglesia era solemne y circunspecta, en latín y de espaldas al pueblo. Antes de Juan XXIII, el lenguaje de los documentos oficiales era admonitorio y condenatorio: "anatema sit", concluían las sentencias de Trento, advirtiendo al que faltare a sus disposiciones: ¡"maldito sea"! Antes de Juan XXIII, el Papa era un soberano, un rey, extraído del mundo de la nobleza, alguien perpetuamente encerrado, aprisionado diría yo, dentro del Vaticano, alguien a quien casi nunca se veía, cuya voz era desconocida; alguien cuya figura parecía venida del cielo. El mundo había alcanzado la modernidad, y parecía que la Iglesia seguía estancada entre el medievo y el renacimiento.
La humanidad, además, acaba de vivir la cruz de la Segunda Guerra Mundial, del nazismo y del holocausto al pueblo judío; vivía crucificada a la tensión de la Guerra Fría. El Pueblo de Dios, como Tomás el Apóstol, quería, desesperadamente, tocar la carne viva y glorificada del Señor Resucitado; no le bastaba, porque no podía bastarle, que otros le dijeran que estaba vivo; la humanidad, la Iglesia, como Tomás, quería tocar las llagas de Jesús y experimentar que la muerte no lo había vencido. Entonces sopló el Espíritu y fue elegido, tras el fallecimiento de Pío XII, Albino Roncalli, Juan XXIII, hijo de campesinos. Entonces, desde lo bajo de la tierra, con el más puro barro de la humanidad, Dios comenzó a escribir una nueva historia para su Iglesia.
Creo que encerrado en el Vaticano, agobiado por el peso de una corona que en nada le servía para vivir la fe y la caridad, Juan XXIII, se sintió asfixiado y se decidió a abrir las ventanas de la Iglesia, se quitó la corona, bajó del trono, y como el Obispo de Roma que era, salió a las calles, a pie, a visitar parroquias y hospitales, se quitó los guantes que el Papa usaba, creo que para no ensuciarse con el barro de la humanidad, y tocó a su gente. En vez de dar al mundo dogmas y sentencias, Juan XXIII nos regaló su sonrisa, sincera, franca, revitalizadora. Fue así como decidió convocar a un Concilio, al que invitó no sólo a los obispos católicos del mundo entero, sino también a representantes de confesiones cristianas, hasta entonces excomulgados. A ellos, y a los judíos, a los antiguamente denostados y perseguidos judíos, el Papa Juan los llamó hermanos; como llamaría amigos a los mulsumanes, su trayectoria como diplomático en Turquía, le ayudó a comprender que en la bondad natural del ser humano, antes que en la confesión de su Nombre, se puede encontrar y adorar a Dios.
Juan XXIII llamó a la paz extendiendo su mano, la mano con la que supo tocar la carne del Señor. Gracias al Papa Juan rebaño y pastores volvieron a verse de frente y nuevamente se sentaron alrededor de la misma Mesa, la Mesa en la que Señor sirve su Cuerpo y su Sangre. Con el Concilio Vaticano, la Palabra que existe desde el principio, la Palabra que se hizo carne, fue puesta nuevamente en las manos del pueblo, del que nació; y entonces volvimos a leer la Biblia. El Concilio cambió la vida de la Iglesia y Juan XXIII transformó la imagen del Obispo de Roma, nunca más los anatemas. Con él, la Iglesia declaró que los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de la humanidad, por eso mismo, son los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de la Iglesia, que es primero Madre y después Maestra.
Por eso fue mágica esa noche de octubre de 1962, el día en que el Papa inauguró el Concilio. Por eso fue hermosa la luna de ese octubre. Esa noche se reunieron en la Plaza de San Pedro más de cien mil personas, con antorchas en las manos. Buscaron al Papa, creo que con la misma mirada de Tomás el Apóstol, la mirada de quien está esperando a que cambie la luz del semáforo para cruzar la calle y abrazar al ser amado que no se ha visto en días que parecen años. Entonces, conmovido, pronunció un discurso bellísimo, quizá el más bello pronunciado por un Papa; y ya en su ancianidad, con el vigor que le dio la fibra más emocionada de su noble corazón, saludó reconociendo que salía porque había escuchado la voz de sus hijos ahí presentes; se llamó así mismo un hombre cualquiera hecho padre por la misericordia de Dios; dijo que esa noche hasta la luna estaba contenta, y que la Basílica de san Pedro, en sus cuatro siglos de historia, no había visto un espectáculo igual. Yen verdad, no era la luz de las antorchas, sino la mirada de tantos hombres y mujeres, que por primera vez en mucho tiempo sentían a la Iglesia más cercana a su corazón.
Y para despedirse de su gente, el Papa pidió llevar a los niños, una caricia, la caricia del Papa; pidió llevar una palabra de aliento a quien encontraran agobiado, y les reiteró que el Papa estaba con ellos, especialmente en las horas de tristeza y amargura. Formalmente, el Papa Francisco dispensó a Juan XXIII el milagro pedido por la Iglesia para ser canonizado. Pero yo creo que en realidad, Francisco no dispensó el milagro. Creo que reconoció que en un Papa no hay milagro más grande que el de la humildad y el del servicio, que el milagro de la caridad de un pastor que en vez de lanzarnos anatemas, nos acaricia con la misma delicada ternura con que Tomás tocó las heridas del Señor, que en vez de dogmas y condenas, nos da palabras de aliento y de esperanza, porque antes que la pureza de la doctrina importa la efectividad del amor; necesitábamos un hombre que dejara de hacernos ver pecado por todos lados, y nos ayudara en todo a buscar obstinadamente la misericordia viva de Dios, como hizo Tomás; un pastor que en vez de sentarse en el imposible trono de san Pedro, que fue pescador y no rey, abriera las ventanas de la Iglesia, saliera a las calles y se hiciera solidariamente cercano al pueblo crucificado. Con razón el mundo lo llamó "el Papa Bueno", y con razón la Iglesia hoy ha reconocido su santidad.
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