Juan 11
Algo tiene el evangelio de Juan que seduce y que fascina. A este evangelio no puede acercarse uno con calculada neutralidad. Hace apenas unos años, cuando iniciaba los estudios de Teología y tomaba el curso de Introducción a la Sagrada Escritura, pedí realizar y exponer ante mis compañeros una investigación en torno a lo que se sabía sobre los puntos más generales de este escrito: autor, lugar y fecha de redacción, estructura, imagen ofrecida de Jesús y de la comunidad de sus seguidores. Me encontré con que la lectura sobre el evangelio era tan apasionante como la lectura misma del Evangelio.
Vine a confirmar que la identidad del autor sigue siendo un misterio. En algún momento dado de la vida de la Iglesia alguien lo llamó Juan, y luego en otro momento, otro alguien dijo que este Juan era Juan el hijo de Zebedeo, el Pescador de Cafarnaúm. Sin que faltara a lo largo de la historia quién defendiera la atribución tradicional de la autoría del evangelio a Juan el Pescador, la mayor parte de los investigadores rechazaban, y rechazan aún, esta posibilidad. Para sostener esta conclusión, se basan en las huellas que la personalidad del escritor va dejando en la misma narración: el vocabulario que emplea, el conocimiento de personas y lugares que tienen que ver más con la clase acomodada de Jerusalén que con las artes de la pesca en el norte del país, etc.
La única conclusión que era compartida por todos con absoluta certeza es que el autor del evangelio no quiso dar constancia de su nombre, porque después de conocer a Jesús, ya su identidad no estaba ni en su nombre, ni en su raza, ni en su tierra de origen. Su identidad había quedado redefinida para siempre por su relación con Jesús. Él era, y esto bastaba, un Discípulo al que Jesús había amado intensamente. Y eso fue todo lo que quiso que se supiera de él, que era el Discípulo Amado. Y mi primera conclusión fue que yo también quería ser como Él, Discípulo Amado por Jesús, y le dije, y aún hoy le sigo diciendo, que nunca deje de amarme, y yo nunca deje de ser su discípulo, por eso en mi oración lo confieso Señor y lo llamo Maestro.
Y cuento todo esto porque entre los investigadores del Cuarto Evangelio, no faltó quien propusiera a Lázaro, el muerto revivido, como el verdadero autor, como el nombre del Discípulo Amado. El principal argumento, además de su perfil socioeconómico y cultural, junto con su residencia en Betania, en las inmediaciones de Jerusalén, es el hecho de que es el único personaje del evangelio del que se dice abiertamente que Jesús lo amaba. Insistentemente, en las escenas del relato de su muerte y resurrección, el narrador nos dice por sí mismo y en voz de los demás personajes, que Lázaro era amigo de Jesús, que Jesús lo amaba, que lo quería mucho; y en un detalle que de tan tierno estremece, que Jesús lloró su muerte. Y esto, el amor que sentía Jesús por él, y no la causa de su muerte, es lo que enfatiza el relato.
De una o de otra manera, todos los personajes de la narración tiene que ver con Jesús, lo buscan, lo invocan, van hacia él; lo cuestionan. Dicen que si lo amaba y pudo dar la vista al ciego de nacimiento, que bien habría podido evitar su muerte. Martha y María, las dos hermanas de Lázaro y también amigas de Jesús, que si hubiera estado ahí, su hermano no habría muerto. Una noche, Mafalda fue al cuarto de su papá y lo despertó para decirle: "Eso de que los padres velan siempre por sus hijos...", "sí, ¿qué pasa?", preguntó su papá; le respondió Mafalda: "que estás destruyendo el mito a ronquidos." La amistad con Jesús no es garantía de inmunidad ni de inmortalidad; la amistad con Jesús no nos preserva del dolor y de la muerte. Pero por su amor, por la amistad que nos une, Jesús es solidario de nuestra suerte, llora nuestras desgracias y celebra nuestra vida.
Al inicio del evangelio, dos antiguos discípulos de Juan el Bautista siguen a Jesús; al percibirlos, Jesús les pregunta qué buscan; uno de ellos le pregunta; "Maestro, ¿dónde vives?", le respondió: "Ven y lo verás"; ellos fueron, vieron dónde vivía, y se quedaron con él. Ahora es Jesús quien pregunta por el cadáver de Lázaro: "¿dónde lo han puesto", le responden: "Ven y lo verás", él fue, vio, y lloró su muerte. El único personaje que no se movía, porque ya estaba muerto y encerrado en el sepulcro, era Lázaro, pero la voz del Señor que lo amaba se lo arrebató a la muerte y le dio vida.
Yo sé que un día moriré, que la enfermedad volverá a visitarme, que muchas veces en los años que me queden, pocos o muchos, más de una vez volveré a ser vecino del dolor y de la lágrima. Pero sé también que Jesús me ama, que me llama amigo, que ha llorado y celebrado conmigo, y volverá a hacerlo, una y otra vez. Que confío en su Palabra, y que su Palabra volverá a pronunciar mi nombre, una y otra vez, como el Buen Pastor que es, y que llamándome me dará vida y vida en plenitud, porque a eso vino. Que la fuerza de su Palabra arrancará mi vida del sepulcro, romperá lo que me ate, y con la plenitud de la vida me dará también la libertad. Por eso en mi oración lo llamo Maestro y Señor de Vida plena, y termino diciendo "amén", "esto es verdad".
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