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La plenitud de la Ley

Mateo 5,17-37

Nos encontramos frente larga sección del no menos largo Sermón de la Montaña. Son palabras que Jesús dirige, pues al conjunto de sus discípulos. Son palabras que siguen a las bienaventuranzas y a las parábolas de la sal y de la luz. No hay que perder de vista el trasfondo sobre el que está escrito este evangelio: la disputa con los judíos tras la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 (el evangelio fue escrito alrededor del año 80 en Antioquía de Siria); los cristianos están siendo expulsados de las sinagogas, y en el centro de la disputa está la cuestión de quién es el verdadero judío: el que acepta a Jesús como el Mesías, o el que se obedece escrupulosamente la Ley. Hay cosas que siempre se nos pierden de vista. Un día Mafalda y Susanita estaban leyendo juntas en la sala. Susanita leía noticias sobre represión de manifestaciones, pobreza, guerras, hambre, y aventando el periódico al piso, exclamó: "¡Aaaaah! ¡Por suerte el mundo queda tan, tan lejos...! El debate de la sinagoga naciente con la sinagoga no se nos puede perder de vista.
 
Mateo sabe que el mero cumplimiento de la Ley es insuficiente para cumplir la voluntad de Dios, lo vimos cuando José decidió divorciarse de María, luego de enterarse de su embarazo sin comprender su origen. Justicia, en este contexto, significa cumplir la voluntad de Dios; justo, entonces, es sinónimo de santo, en nuestro lenguaje. A veces solemos dar demasiada importancia a las indicaciones de la Ley de Moisés; y pensamos que Jesús reivindica todos y cada uno de los mandamientos, y que encima de todo nos echa varios mandamientos más. Creo que no.
 
El texto del evangelio nos resulta claro con el trasfondo de la disputa con la sinagoga. Tal parece que Mateo había sido un gran Rabí, un gran Maestro de las Escrituras, conocía perfectamente bien el texto sagrado y la historia de su pueblo. Sabía que en ese pasado Dios se había revelado a su pueblo, y se había mostrado además como un Padre bueno, que daba a un mismo tiempo vida y libertad a sus hijos, que este Pueblo sólo podría en verdad ser su pueblo, si daban a las demás naciones un testimonio de fraternidad social. Este es el sentido de los Diez Mandamientos, que son los mínimos morales que el Señor pedía a su pueblo para poder construir una sociedad de fraternidad: el respeto mutuo a la persona, a su familia y a sus bienes, por ser todos la familia de Dios.
 
Con el tiempo, pasó lo que suele pasar: que las cosas se nos van haciendo lejanas y las perdemos de vista, de manera que lo que antes era muy claro, termina por hacerse difuso, y la intención, el espíritu de la Ley, del Decálogo, se diluyó y el pueblo se quedó sólo con la letra. La intención de Jesús, en su predicación y en su ministerio; y luego de san Mateo, al escribir su evangelio, fue la de rescatar el sentido último de la Ley. Por eso Jesús dice Jesús que no ha venido a abolir la Ley, sino a darle plenitud; y que hasta la letra más pequeña de la Ley debe ser cumplida, y no se está refiriendo a la formulación escrita de los Diez Mandamientos y demás leyes que con el tiempo fueron surgiendo; eso provocaría una mentalidad escrupulosa y enfermiza; y el mensaje de Jesús es más bien un mensaje de vida y de libertad.
 
El sentido de las palabras de Jesús es el de recuperar enteramente sin ningún menoscabo, por pequeño que sea, el espíritu de la Ley, la voluntad de formar un pueblo de hermanas y hermanos vinculados entre sí por el Espíritu de Dios, que es Espíritu de vida, de libertad, de fraternidad, de compasión y misericordia, donde el respeto mutuo no es la meta, sino la base de una relación más honda que es el amor. Ésta es la justicia superior de la que habla Jesús en el evangelio. Y por ello José fue justo, no por haber decidido divorciarse de María, con lo cual la echaría a la calle con todo y su niño, obstaculizando más que cumpliendo la voluntad de Dios. Por el contrario, José se hizo justo cuando recibió a María en su casa. 
 
Por eso Jesús, al hablar, por ejemplo, del adulterio y del divorcio, su primera intención es la defender a la mujer, que era el sujeto débil de la época, vulnerable y expuesta a los caprichos del varón perteneciente a una sociedad que poco a poco dejó de ser fraterna y se volvió patriarcal, machita y opresora. Lo que Jesús quería, y quizá se haya perdido de vista, es que el hombre que tomara por esposa a una mujer lo hiciera con respeto y con el compromiso de darle el trato acorde a su dignidad, que también la mujer es imagen y semejanza de Dios, lo dice muy claramente la Escritura.
 
Para ello, Jesús nos pide cambiar nuestra manera de ver la realidad, de ver a Dios y de vernos a nosotros mismos, y arrancar de nuestra visión y de nuestras actitudes, porque en la mentalidad bíblica el ojo está conectado con el corazón, lo que impida ver la verdad de nuestro ser hijos de Dios y además hijos muy amados. Nos pide también arrancar de nuestra vida las acciones, las conductas que nos degradan, nos menosprecian y nos destruyen. Este es el sentido de frases tan fuertes como las de arrancarse el ojo, si el ojo es ocasión de pecado; o la mano, si la mano es ocasión de pecado. Si nos tomáramos al pie de la letra estas frases, la Iglesia sería una comunidad de ciegos y mancos, pero no por eso nos tomamos menos en serio las frases de Jesús, que siguen siendo igualmente fuertes y exigentes. Así que la invitación, creo yo, es a ser humildes, y a dejar que el Señor moldee nuestro barro, sople nuevamente sobre él, y nos haga, por fin, liberados de la violencia, la pobreza, la injusticia y el dolor, el pueblo de hijos que dé gloria a su nombre de Padre.

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