Lucas 2,22-40
La escena se corresponde con la presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén cuarenta días después de su nacimiento, coincidente también con la purificación de María, según la Ley judía. El texto habla de un anciano que llegó al Templo no por casualidad, sino movido por el Espíritu Santo. El Señor le había prometido que no moriría sin antes haber visto al Mesías. En efecto, cuando María y José entraron con el niño, Simeón lo tomó en sus brazos y comenzó a alabar a Dios con un hermoso cántico de acción de gracias, en el que Simeón dice al Señor que su siervo puede irse en paz, pues sus ojos han visto al Salvador, al que es Luz de todos los pueblos.
Contemplando la escena con atención, surgen preguntas inquietantes: Realmente, ¿qué vio Simeón? Si realmente ya era muy anciano, es posible que tuviera cataratas además de la vista cansada, un anciano casi ciego, quizá. Sabe que el Niño que tiene en sus brazos es la gloria de Israel y la luz del mundo entero, pero el narrador nos ha dicho que sus padres ofrecieron al Señor por el Niño dos palomas, lo cual significa que es el hijo de una familia pobre, ¿qué luz vio Simeón en un bebé hijo de padres pobres?
Un recién nacido y además pobre no puede ofrecer ningún discurso que aliente a la esperanza, no puede guiar a ningún ejército en ninguna batalla; un bebé sólo duerme y come. Quizá Simeón ni siquiera vio a Jesús despierto. Pero lo tuvo en sus brazos y eso fue suficiente para comprender que lo poco y lo pobre que veía y tenía en sus brazos era la promesa cumplida de Dios, la cercanía de un Dios que se hacía tan pequeño y débil como hacía falta para que cualquiera, hasta un anciano débil, torpe, casi ciego, pudiera sostenerlo, abrazarlo y sentirse al mismo tiempo sostenido y abrazado por el amor de un Dios imposiblemente más cercano.
Son signos pequeños y pobres, pero para un anciano como Simeón, son signos venidos del futuro y de la vida de Dios, y son suficientes para iluminar toda una historia de camino a tientas y con bastón. Dice un personaje de Morris West en su novela Eminencia (en la que un sacerdote argentino torturado por la dictadura, es elegido Papa): "Todos pasamos por algún momento en el que Dios parece estar ausente y nos encontramos sumidos en la oscuridad y terriblemente solos. Nos abrimos paso como el ciego que tantea el camino adelantando su bastón con la esperanza de que el suelo se mantenga firme y las criaturas con las que nos topemos sean amigables. No hay ninguna garantía, nunca. Nos mantenemos abiertos al amor, porque sin él nos convertimos en bestias salvajes."
En Jesús, Dios ha venido a nosotros. Y por eso sabemos que el camino del amor y la misericordia, el camino de la pequeñez y de lo débil, el camino de la ternura y la cercanía, es un camino seguro para encontrarnos con Dios y con su reinado. Por eso en este día y con esta lectura la Iglesia celebra la Jornada de la Vida Consagrada. Porque a través de la vida consagrada, a través de tantas mujeres y hombres que eligen consagrarse por entero al amor de Dios y de su pueblo, Dios mismo se hace cercano a los suyos en el amor y la misericordia, en la pequeñez y en la debilidad, en la ternura y la cercanía. Los religiosos somos hombres y mujeres de luz; es verdad que somos vasijas de barro, frágiles y fracturadas, pero a través de nuestras rendijas se cuela al mundo la luz de Dios, hermosa, nítida. Y nuestro barro fracturado luce derramando la misericordia que nos mantiene siendo vasijas portadoras de la Luz que nos ha amado y perdonado desde siempre y con intensidad.
Por más negra sea la noche, por violenta que sea la historia, por más oscura que nos deje el alma la injusticia y la pobreza, la luz de Dios, tibia, siempre vendrá al corazón del ser humano y del pueblo. Simeón lo creyó, y la Iglesia lo sigue creyendo.
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