Mateo 4,12-13
Cierto día en que la mamá de Mafalda ficaba cebolla tan afanosamente que no podía contener el llanto, Mafalda le acercó con un globo terráqueo, "qué haces con eso aquí", le preguntó la mamá: "Pensé que te gustaría llorar por algo más altruista que una cebolla." A veces contemplamos el mundo en que vivimos y dan ganas de llorar. Parece que hace mucho que el país se nos fue de las manos, como se nos hubiera escurrido como agua y, con él, los días de paz y de prosperidad económica tantas veces prometidos y pocas veces alcanzados. Parecen muy lejanos en que podíamos dejar que los niños salieran solos a la calle, en los que nos daban las monedas hexagonales de diez pesos y podíamos comprar sopes, jugo y chicles a la hora del recreo. Si uno piensa en el cadáver decapitado de mujer que anduvo paseando por las estaciones del metro de la Ciudad de México hace apenas unas semanas; si pensamos en el clima de violencia de vive Michoacán, en la desesperación de quienes arman a la gente con piedras y palos, con la esperanza de derribar al Goliat del crimen organizado, uno comprende inmediatamente que vivimos días de mucha oscuridad.
Estas escenas del evangelio de san Mateo nos ponen ante el inicio del ministerio de Jesús. Estamos tan lejos del tiempo de Jesús, que no tan fácilmente percibimos el desafío que Dios le plantea al mundo de entonces. Primero, nos dice que tras al arresto de Juan Jesús se retiró a Galilea; todo suponer que se retiró de la zona del desierto y del Jordán, adonde había sido bautizado y donde se había enfrentado a las tentaciones. El uso de la palabra "retirarse", que es un término del mundo militar, nos hace suponer que la retirada de Jesús es una estrategia. El Imperio Romano había apresado a Juan; con su retirada, Jesús daba una respuesta al Imperio. No huía, no volvía a su antigua vida de artesano en Nazaret, volvía a Galilea, pero para establecerse en Cafarnaúm. Y el evangelista vio en ello la voluntad de Dios anunciada en el texto de Isaías: "Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, galilea de los paganos, el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz."
Jesús no se estableció en la poderosa y rica Jerusalén, en la corrompida Jerusalén; tampoco fue Séforis, la capital galilea, ni Cesarea, la ciudad que Herodes mandó construir para rendir homenaje de sumisión al César. Jesús se fue a vivir a una pequeña población de campesinos y pescadores, en las orillas de Palestina, en Cafarnaún. Ahí comenzó a brillar la luz, como un desafío de Dios hacia el Imperio Romano, estableciéndose codo a codo al lado de los pequeños, de los últimos marginados. Zabulón y Neftalí eran de los doce hijos de Jacob, su mención recuerda que la tierra es de ellos, de los hijos de Dios, no del imperio opresor. Los hijos de Dios pertenecemos a Dios, no a Roma ni a ningún otro gobierno o poder inhumano y deshumanizador. No hay pequeñez o debilidad en la que Dios no se haga presente como una luz.
Jesús se estableció entre los últimas para restaurar la vida y devolverle su sabor. De ahí el hecho que nos cuenta el narrador de que Jesús comenzó a anunciar la llegada de un imperio diferente, el imperio de Dios, y lo hizo presente con sus primeros gestos de curación, de restauración de vida. La vida de los hijos de Dios implica la libertad, por eso, Jesús comenzó a llamar a sus primeros discípulos liberándolos de la rutina y de la sujeción esclavizante en que Roma los explotaba. Campesinos o pescadores, los hombres pertenecían al imperio y debían trabajar para él. Con su palabra, Jesús los llamó y les dio la libertad de los hijos de Dios. No sólo los llamó para seguirlo, también comenzó a formar con ellos una nueva comunidad, los porque los hijos de Dios estamos llamados a formar una familia diferente, en la que las diferencias no desaparecen, pero no por eso dejamos de ser hermanos. Por eso, los primeros discípulos de Jesús dejaron sus viejas redes y barcas y, sin dejar de ser entre sí hermanos, también dejaron a su padre en la orilla del lago, y siguieron a Jesús, dando testimonio de la luz y del imperio de Dios, único y verdadero Padre de la familia humana. Desde esta luz es posible la esperanza, porque no es la violencia, el crimen o la injusticia las dueñas de nuestra vida. A pesar de todo y contra todo, seguimos siendo de Dios y Dios nos seguirá comunicando vida hasta alcanzar la plenitud.
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