Lucas 7,11-17
Todos hemos vivido una situación así. Una multitud acompaña a una mujer viuda a enterrar a su hijo único. El narrador nos ha aclarado que iba mucha gente. Va rodeada de gente, pero la verdad es que camina sola, los demás caminan junto a ella hacia el cementerio; pero con su corazón desolado, ella camina hacia arrastrando los pies hacia la muerte, nadie la comprende; en breve, cada uno se irá a su casa, y ella irá adonde no la espera nadie, nadie preguntará por ella, nadie se hará cargo de ella; la Ley le garantiza poder comer los granos que tiren los campesinos, pero si no come, a nadie le importará. Quizá por su vestimenta, quizá por su mayor cercanía al féretro, quizá por el intenso dolor de su llanto o de su rostro; quizá porque quienes la acompañaban comentaban su desgracia, lo cierto que Jesús supo que se trataba de una viuda a la que la muerte le arrebataba a su hijo único. Y Jesús la vio y las entrañas se le estremecieron, y en su compasión, Dios manifestó su propio dolor.
"No llores", le pidió Jesús a la viuda. Y acercándose, dice el narrador que tocó el ataúd y el cortejo se detuvo. A mí el momento de la escena se me hace fuerte; la muerte caminando, y Jesús deteniéndola; el texto da a entender que Jesús los paró de golpe. No le importó la impureza del cadáver, le preocupó la hiriente soledad de la madre viuda. No se trata en primer lugar de un milagro en favor del muchacho revivido, sino en favor de su madre viuda.
Caravanas de la muerte van y vienen por las calles de nuestro país; mujeres que lloran la muerte temprana de sus hijos, cuatro años de los niños de la Guardería ABC; somos testigos indiferentes de historias de soledad, dolor y miseria que lejos de terminar, apenas inician cuando los dolientes volvemos del panteón, cuando la cotidianidad nos gana y a las muchas viudas de nuestros días se las traga la impunidad y el olvido les muerde el corazón en medio del silencio y de la noche. Ojalá nos tomáramos en serio que somos el Cuerpo de Cristo en la historia, ojalá nos atreviéramos a perderle el miedo y el asco a la muerte; a levantarle la mano y detenerla en seco. Ojalá nos hartemos de tanta lágrima, ojalá comencemos a sentir compasión, a dejarnos estremecer por el dolor ajeno; ojalá que provoquemos en nosotros y en nuestro pueblo la sensación de que en nuestra compasión y en nuestra valentía Dios ha visitado a su pueblo.
Que el Señor cambie nuestro luto en fiesta, y que lo festejemos juntos.
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