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Amor, perdón y pecado

Gálatas 2,16-21; Lucas 7,36,-8,3

La escena del evangelio, y toda la liturgia dominical, habla del infinito amor de Dios, el amor todo lo perdona, ya lo decía san Pablo, aunque no faltará quien quiera corregir a san Pablo y ponerle límites a l amor de Dios, y complete la frase: "si se arrepiente", "si hay sincero propósito de enmienda". De lo que sí no hay duda alguna, es de que la escena habla de amor, no de pecados; más aún, del amor como una realidad que está por encima de todo pecado. 

Jesús entra como invitado a una comida en casa de un fariseo, llamado Simón. Todo comienza cuando  una mujer, pecadora pública, entró en la casa con un frasco de perfume y se puso a los pies de Jesús, los lavó con su llanto, los secó con sus cabellos, y los ungió con perfume. Frente a esta escena, el fariseo pensó que si Jesús fuera un profeta, es decir, que si realmente viniera de Dios, sabría la clase de mujer que era la que lo estaba tocando, una pecadora. Entonces Jesús, que conoce el interior del ser humano, toma la palabra y se dirige a Simón. Le cuenta la parábola del prestamista que perdona a dos deudores suyos, a uno mucho y a otro poco, y pregunta quién lo amará más; Simón responde que el que perdonó más. Entonces echa en cara a Simón su falta de cortesía al no haber cumplido con él, con Jesús, el protocolo de bienvenida. Es entonces que nos hemos enterado de esto, lo cual significa que desde antes de que llegara Jesús, Simón el fariseo ya tenía prejuicios en su contra. 

En realidad, Simón tenía varios prejuicios. Y ése era su gran problema. No creía que Jesús fuera un profeta, dudaba de su dignidad, lo creía seguramente impuro por cuanto había escuchado de él; creía y estaba seguro que la mujer, por su pecado, debía estar confinada a la marginación y al desprecio. El peor de sus prejuicios era creer que conocía a Dios. Porque Simón, como el antiguo Pablo antes de su conversión, creía que conocía a Dios. Simón y Saulo, como buenos fariseos, creían que la relación con Dios pasaba por el cumplimiento de leyes, morales, litúrgicas, sociales, pero leyes. No es que las leyes sean malas, y que sea mejor la anarquía que la legalidad. El problema no son las leyes, sino el espíritu que hay detrás de ellas, al establecerlas y al seguirlas. Y esto fue lo que no vio Simón, y lo que sí vio Pablo, a partir, paradójicamente, del día en que se cayó en el camino y se dio cuenta que estaba ciego.

Pablo comprendió que no es el cumplimiento de la antigua Ley lo que nos salva y nos da vida. La parábola de Jesús es inteligente. Al terminar de contarla, Jesús no pregunta a Simón quién de los dos deudores estará más agradecido, o cuál tendrá el ánimo de arriesgarse a pedir un nuevo préstamo. La pregunta de Jesús es cuál de los dos amará más. Jesús asoció el pecado con el perdón, y el perdón con el amor. No es que haya que pecar mucho para que Dios nos quiera mucho. Es al contrario. Sólo el amor que Dios nos tiene nos hace comprender nuestra condición de pecadores, pero no puede haber conciencia de pecado sin que al mismo tiempo se nos ofrezca la gracia del perdón. El problema de Simón no era no tener pecados, quizá ni siquiera sus prejuicios tenían mala voluntad; su problema era no conocer a Dios ni sentirse amado por él. Lo que ha de estremecer, y sacudir como el temblor de anoche, no es la magnitud del pecado, sino la infinita intensidad del amor.

El amor es la experiencia de Dios, y la experiencia del amor siempre incluye el perdón, como algo que se da y se recibe. Frente al pecado, Dios ofrece perdón, no reproche. El pecado no destruye nuestra relación con Dios, porque no dejamos de ser hijos de Dios. El pecado nos destruye a nosotros. Pero frente al pecado siempre está la experiencia del amor y el perdón gratuitos de Dios. Que lo digan los papás, que hoy celebran su día, y Dios es Papá. San Pablo sí lo comprendió bien. Que primero es el amor; que aunque cueste creerlo, primero es el perdón y luego el pecado, porque el amor siempre va delante. Y creerlo no lleva al abuso de confianza; porque quien abusa del perdón no ha conocido el amor, ni sabe qué fue aquéllo que ha despreciado. Hay quien siempre y por todos lados ve pecado, y vive con la duda eterna de no saber si lo que hace es o no pecado; peor es el asunto cuando más allá de uno mismo se mide a los demás con la vara del pecado. A todos ellos les diría san Pablo: ¡No hagan estéril la gracia de Dios, que entonces Jesús habría muerto en vano en la cruz! Quien sólo ve pecado y juzga, no conoce a Dios. Pero quien lo ha conocido y lo ha experimentado, abre su corazón al amor y al perdón; y el amor lo desborda y modela cada uno de sus actos y el pecado se diluye. No amamos para que Dios nos perdone; amamos porque hemos sido perdonados. San Pablo lo dijo con mucha contundencia: "Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Ahora, en mi vida terrena, vivo creyendo en el Hijo de Dios, que amó y se entregó por mí."

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