Lucas 3,15-22
El narrador nos pone la escena en el contexto del bautismo de Juan. Conocemos el origen de Juan, por los capítulos precedentes, sabemos que su nacimiento forma parte del plan salvador de Dios. Después de haber sido testigos de su nacimiento milagroso, tras el embarazo de Isabel, anciana y estéril. Ahora vemos a Juan predicando y practicando en el desierto, en el río Jordán, un bautismo de arrepentimiento, de conversión. El escenario indica que no se trata de un arrepentimiento meramente moral, ni tampoco un escenario inocente.
El desierto recuerda al pueblo la experiencia del éxodo, de la liberación de la esclavitud en Egipto. El desierto es un signo que anuncia libertad. Juan, además, bautiza en las aguas del Jordán, el río que el pueblo cruzó guiado por Josué (Moisés ya había muerto), y a partir de que lo cruzó, tomó posesión de la tierra prometida por Dios para su pueblo. El Jordán habla de cumplimiento de la promesa de Dios. No eran días fáciles los que se vivían entonces. La experiencia de la libertad y de la posesión de la tierra habían sido frágiles para el pueblo a lo largo de su historia. Primero el drama del exilio en Babilonia, luego la dominación de los persas, después de los griegos y finalmente de los romanos, como puntualmente señala Lucas para indicar que los días del nacimiento de Jesús y los del bautizo de Juan son los días de la falsa paz romana, de la humillante dominación de Roma.
El pueblo vivía con el dolor en el corazón ante el silencio de Dios, ¿será que se había olvidado para siempre de ellos? El profeta Ezequiel había anunciado de parte de Dios una futura purificación, lavaría a su pueblo y después les daría un espíritu nuevo. Por ello, oír que un hombre pedía a gritos el arrepentimiento y bautizaba o sumergía en las aguas del Jordán, suscitaron en el pueblo la expectativa del cumplimiento de las promesas de Dios, ¿había, por fin, llegado el tiempo de la liberación?, ¿sería Juan el mesías?, ¿habría llegado el día del Señor, la hora de su juicio, el fin de la historia, el fin del mundo? Por supuesto, los judíos de entonces no sabían nada de las profecías mayas, de lo contrario habrían tenido un colchón de dos mil años para decidir si querían o no arrepentirse.
Así que la gente comenzó a tomar una decisión: dejarse bautizar por Juan. Antes cualquiera se purificaba a sí mismo, pero si Juan ahora era quien purificaba, seguro lo hacía con la autoridad de Dios. Por supuesto que también las autoridades romanas se preocuparon, y enviaron representantes ante Juan, no fuera que se tratara de un rebelde alborotador que levantara al pueblo en armas. Por si las dudas, Roma ordenó el encarcelamiento de Juan.
Lo maravilloso del evangelio es que el inminente fin predicado por Juan no llegó. Quien llegó fue Jesús. Viajó de norte a sur, desde Galilea; escuchó a Juan y se dejó bautizar por él. Con él se cumplió la segunda parte de la promesa de Dios. La purificación se había ofrecido en Juan, pero el espíritu nuevo nos sería dado por Jesús, y es el mismo Espíritu de Dios. En el bautismo el cielo se abrió, dejando ver que esta historia, la historia de los abajo, transcurre bajo la mirada de Dios. El cielo abierto dio paso a la voz de Dios, y Dios llamó a Jesús, "hijo mío, muy querido", y tras la voz bajó el Espíritu. Otra vez, como en el Génesis, el Espíritu de Dios sopló sobre las aguas; otra vez, como en el Génesis, el Espíritu de Dios anunció la nueva creación surgida tras las aguas del diluvio, como alguna vez hiciera la paloma con Noé.
Y ésta es la maravilla de la escena de hoy, y es una maravilla múltiple. Que en Jesús, Dios no vino a condenar ni a destruir, sino a salvar, a recrear, a dar vida. El gran juicio de Dios en Jesús es una reiterada segunda oportunidad, la posibilidad de una vida nueva, en la que somos llamados hijos de Dios y muy amados. No hay reproches de Dios, sino palmadas de ánimo y de afecto. Y en Jesús hemos sido bautizados; en las aguas del bautizo, Dios nos regala su Espíritu, y en el bautismo para cada uno el cielo se ha abierto y la voz del Padre nos ha llamado con gozo: "¡hijo mío muy querido; hija mía muy querida!"
Es maravilla que en Jesús Dios haya querido caminar con su pueblo desde lo más bajo del dolor y de la miseria en la historia; Jesús se bautizó no porque se sintiera pecador, ni lo era, sino porque quería acompañar al pueblo de sus hermanos por el terrible camino del desierto a la libertad. Nuestro credo confiesa que Jesús bajó hasta las honduras de la muerte, y que desde ahí lo levantó Dios, ¡nuevamente, para vivir con vida nueva, plena y definitiva! Maravilla del evangelio la fuerza del Espíritu de Dios, que llena a Jesús y nos llena a nosotros, para caminar juntos, para dolernos de la opresión y de la miseria, para dar vista a los ciegos, para poner de pie a los paralíticos y paralizados, para dar libertad a los oprimidos, para vencer las tentaciones por la confianza en Dios. Es maravilla el bautizo, que abre el cielo para nosotros y nos comunica el amor y la fuerza del Padre, en quien confiamos y en cuyas manos nos ponemos, en cuyo nombre y bajo cuya mirada nos ponemos en camino a la libertad y restauramos la vida. Abrazos y felicidades a cada bautizado.
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