Mateo 2,1-12; Isaías 60,1-6
El conocido relato de los Reyes Magos o Santos Reyes, personajes de los cuales ya he dicho en años anteriores que no eran reyes, ni magos; ni eran tres, y que este número lo dedujeron los "sabios y entendidos" de los tres regalos que llevaron al Niño Jesús: oro, incienso y mirra. Que eran más bien eran sabios cuya sabiduría consistía en leer los astros. No está de más recordar que en la Sagrada Escritura el relato o narración es una manera de transmitir o comunicar un mensaje de fe, y no necesariamente una puntual crónica de los acontecimientos tal como sucedieron. De tal modo que cada relato bíblico es una inseparable fusión de historia, tal como hoy la comprendemos, y de interpretación de fe, fusión que a veces tiende más a la interpretación y a veces más a la historia. Aquí hay que tener claro además que interpretación teológica o de fe no es sinónimo de fantasía, puesto que el símbolo no pertenece al mundo de la mentira, sino al mundo de la evocación.
De manera que si nos ponemos a leer el relato de la búsqueda y la adoración de los sabios de oriente como crónica puntual de los acontecimientos, le haremos al texto las preguntas equivocadas, y las respuestas que tengamos tampoco tendrán mayor resonancia en nuestra vida, porque la vida nos plantea preguntas distintas, preguntas de sentido. Así que de nada nos sirve preguntar dónde quedaron las coronas y los tronos de los reyes; de qué país venían, cómo se llamaban y en qué viajaron. Porque las coronas se las pusieron años más tarde lectores de la Biblia que leyeron el relato de Mateo a la luz de los textos del profeta Isaías, que anunciaba a Jerusalén el surgimiento de una nueva luz, de modo que podía levantarse y caminar, luz tan brillante que todos los pueblos y sus reyes se pondrían en camino hasta ella sobre camellos y dromedarios trayendo oro e incienso.
No tiene, entonces, sentido el resucitar a la estrella de Belén, y preguntar si era una supernova, un cometa o la conjunción de Júpiter y Marte, porque, esto, además de ocioso, es problemático: ¿por qué fue que desapareció?; ¿por qué no llevó a los sabios directamente a Belén y los hizo pasar a Jerusalén, encendiendo así la furia homicida de Herodes, vasallo del imperio romano, que ordenó la muerte de los niños inocentes?; ¿por qué ningún escriba de Herodes pudo ver o interpretar la estrella si tan clara y espectacularmente venía hacia ellos? (Los mayas habrían dicho que se venía el fin del mundo). Porque suponiendo que la tal estrella hubiera sido, por decir algo, la conjunción de Júpiter y Venús, ¿qué ganamos con eso?
Yo creo que podemos percibir el mensaje de la narración si en lugar de buscar estrellas y signos en la estratósfera, buscamos sentarnos en el lugar de los primeros lectores u oyentes de Mateo, y escuchamos y contemplamos el texto con su inteligencia y con su fe. Comprenderíamos, por ejemplo, que Dios siempre se manifiesta en nuestra vida, como una gran luz, pero de nada sirve que brille e ilumine nuestro camino, si nosotros no queremos caminar. Dios puede hablarnos con mucha claridad y fuerza a través de su palabra, pero si no queremos escucharlo, da igual que hable; no nos moveremos de donde estamos.
Los sabios de oriente eran paganos y, en consecuencia, mal vistos por los judíos orgullosos de su raza. Y en la comunidad de Mateo había cristianos venidos lo mismo del judaísmo que del paganismo. Estos últimos no conocían las Escrituras de los judíos, pero tenían fe en su ciencia astral. Los judíos no creían en los astros, pues Dios no habla a través de ellos, sino de las Escrituras. La cosa que la estrella de los magos por sí misma no les bastó para llegar hasta el Emmanuel, el Dios con nosotros, y tuvieron que escuchar también las Escrituras, sólo así su estrella pudo brillar con la luz que no se apaga. Los sabios judíos, escribas y sacerdotes, tenían las Escrituras, pero su orgullo les impidió reconocer en Jesús la Palabra de Dios hecha carne. Dios se había revelado en Jesús y el único Dios que se les manifestó a unos y otros los invitaba a reconocer la necesidad que tenían unos de otros para poder formar una única comunidad, la de la gran familia de los hijos de Dios.
Pero no sólo los sabios eran mal vistos por ser paganos, por ser distintos, por ser extraños. María y José eran gente humilde y sencilla que vivían en la pequeña Belén, poblado insignificante comparado con la gran Jerusalén. No es casualidad que la estrella se apague en Jerusalén, Dios no brilla para la gente cegada por el poder. Dios brilla para la gente pequeña y marginal que se confía a Él, y cuya mayor riqueza es Dios y ellos mismos. Los primeros cristianos, la Iglesia recién nacida, de la que forma parte la comunidad de Mateo, pequeña y marginal, sufre la persecución y la muerte de parte del imperio romano. Pero confían en la protección de Dios, que nunca se aparta de los suyos. Los primeros cristianos se negaban a reconocer en el emperador la manifestación de Dios; ni en él ni en la loba que amamantó a los fundadores de Roma, Rómulo y Remo; sino sólo en Jesús, el hijo de María, concebido por el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida.
Por eso los sabios sólo encontraron al Niño con su Madre, pero no se menciona a José, cuya casa es el escenario de la adoración. José representa a Dios como Padre, al Padre que no vemos, pero que se juega la vida por y con nosotros, como hará José en la siguiente secuencia narrativa, cuando tenga que salvar al Niño y a su Madre llevándolos a Egipto. En aquella época, en la mentalidad patriarcal del judaísmo, la esposa del rey no figura, no es propiamente reina; su figura adquiere relevancia cuando su esposo muere y su hijo sube al trono. María con el Niño en la casa de José habla de la Iglesia naciente, la Iglesia que se reunía en casas, porque había sido expulsada de la sinagoga; habla de María, la Mujer que puede estar junto a su Hijo porque éste ha sido coronado Rey por el Padre que lo ha resucitado; habla de Dios como Padre, que parece ausente pero reúne a sus hijos, a todos, en una sola familia; habla del Rey que se hace presente entre los pobres y los pequeños, rechazado y perseguido por los poderosos, el único ante al cual puede uno postrarse, porque da a los suyos vida y salvación. Habla de nosotros, porque nosotros somos su pueblo, y saber que Él es nuestro Dios es el mejor regalo que podrían traernos los reyes magos venidos de la niñez que nos dieron nuestros padres, en cuyo corazón habita el Dios que es Amor.
Los sabios de oriente eran paganos y, en consecuencia, mal vistos por los judíos orgullosos de su raza. Y en la comunidad de Mateo había cristianos venidos lo mismo del judaísmo que del paganismo. Estos últimos no conocían las Escrituras de los judíos, pero tenían fe en su ciencia astral. Los judíos no creían en los astros, pues Dios no habla a través de ellos, sino de las Escrituras. La cosa que la estrella de los magos por sí misma no les bastó para llegar hasta el Emmanuel, el Dios con nosotros, y tuvieron que escuchar también las Escrituras, sólo así su estrella pudo brillar con la luz que no se apaga. Los sabios judíos, escribas y sacerdotes, tenían las Escrituras, pero su orgullo les impidió reconocer en Jesús la Palabra de Dios hecha carne. Dios se había revelado en Jesús y el único Dios que se les manifestó a unos y otros los invitaba a reconocer la necesidad que tenían unos de otros para poder formar una única comunidad, la de la gran familia de los hijos de Dios.
Pero no sólo los sabios eran mal vistos por ser paganos, por ser distintos, por ser extraños. María y José eran gente humilde y sencilla que vivían en la pequeña Belén, poblado insignificante comparado con la gran Jerusalén. No es casualidad que la estrella se apague en Jerusalén, Dios no brilla para la gente cegada por el poder. Dios brilla para la gente pequeña y marginal que se confía a Él, y cuya mayor riqueza es Dios y ellos mismos. Los primeros cristianos, la Iglesia recién nacida, de la que forma parte la comunidad de Mateo, pequeña y marginal, sufre la persecución y la muerte de parte del imperio romano. Pero confían en la protección de Dios, que nunca se aparta de los suyos. Los primeros cristianos se negaban a reconocer en el emperador la manifestación de Dios; ni en él ni en la loba que amamantó a los fundadores de Roma, Rómulo y Remo; sino sólo en Jesús, el hijo de María, concebido por el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida.
Por eso los sabios sólo encontraron al Niño con su Madre, pero no se menciona a José, cuya casa es el escenario de la adoración. José representa a Dios como Padre, al Padre que no vemos, pero que se juega la vida por y con nosotros, como hará José en la siguiente secuencia narrativa, cuando tenga que salvar al Niño y a su Madre llevándolos a Egipto. En aquella época, en la mentalidad patriarcal del judaísmo, la esposa del rey no figura, no es propiamente reina; su figura adquiere relevancia cuando su esposo muere y su hijo sube al trono. María con el Niño en la casa de José habla de la Iglesia naciente, la Iglesia que se reunía en casas, porque había sido expulsada de la sinagoga; habla de María, la Mujer que puede estar junto a su Hijo porque éste ha sido coronado Rey por el Padre que lo ha resucitado; habla de Dios como Padre, que parece ausente pero reúne a sus hijos, a todos, en una sola familia; habla del Rey que se hace presente entre los pobres y los pequeños, rechazado y perseguido por los poderosos, el único ante al cual puede uno postrarse, porque da a los suyos vida y salvación. Habla de nosotros, porque nosotros somos su pueblo, y saber que Él es nuestro Dios es el mejor regalo que podrían traernos los reyes magos venidos de la niñez que nos dieron nuestros padres, en cuyo corazón habita el Dios que es Amor.
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