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Pan abundante


Juan 6,1-15

Se llamaba Dinazar. La conocí el sábado pasado. Iba yo saliendo de la casa parroquial hacia una comida de cumpleaños. El hijo de un matrimonio cercano a la parroquia cumplía quince años, y sus papás querían festejarlo. En la puerta me atajaron dos mujeres. Querían que confesara y llevara la comunión a una ancianita que estaba ya muy grave. Lo que hallé sobre las tablas de madera que hacen las veces de cama era un cuerpo diminuto, apenas visible, enflaquecido al extremo de los huesos; con mucho esfuerzo conseguía abrir un poco los labios. Después de rezar juntos, de ungirla con el óleo de los enfermos y darle la comunión me fui a la comida de fiesta. El lunes temprano alguien dobló la campana de la parroquia, luego me pidieron una misa de cuerpo presente para el día siguiente, antes de la sepultura. Dinazar se había revestido de vida nueva.

He leído el relato de Juan muchas veces, y cada vez es igual o más emocionante. Es su versión de la multiplicación de los panes. Todos pensamos que lo nuclear está en la aparición mágica de panes, y también de peces. Porque aunque solemos hablar únicamente de panes, también los peces fueron multiplicados. La narración de Juan tiene marcadas diferencias con la narración que nos presenta Marcos, el evangelio que regularmente hemos seguido cada semana en este año.

Los acentos de Juan recaen en los personajes. Intencionadamente, Juan llama “Tiberíades” al lago que también era conocido como “Mar de Galilea”. Sin duda, el narrador quiere evocar en sus lectores el nombre del emperador romano, Tiberio. Entre las funciones de todo rey, estaba en primer lugar la de darle de comer a su pueblo. Si el pueblo tenía hambre, el imperio no estaba cumpliendo con sus deberes. Por eso no sorprende que, al final de la narración, la gente pretendiera proclamar a Jesús como su rey. Que Jesús se alejara solo y huyera de la gente nos alerta para no malinterpretar el signo de la multiplicación. Hay una denuncia contra sistema político-económico, el hambre sigue siendo un indicador para evaluar el desempeño de todo gobierno. Pero el evangelio no se queda ahí.

Que la muchedumbre que había buscado a Jesús no lo comprendiera es algo que tampoco sorprende. Desde el inicio nos ha dicho el narrador que la gente buscaba a Jesús por los signos que realizaba. Lo mismo pasó con la escena anterior del diálogo de Jesús con Nicodemo. Ya el evangelista nos había advertido que Jesús desconfiaba de la gente que lo buscaba sólo por los signos que realizaba. ¿Cómo entender, entonces el signo de los panes? A esta escena le seguirán en el evangelio largos discursos de Jesús al respecto. Y también los leeremos. Los pobres peces ya no serán objeto de reflexión, pero no por ellos son menos importantes.

Por el momento, hay que poner la atención en dos detalles. El primero. El narrador nos dice que la escena tiene lugar cuando estaba próxima la fiesta judía de la pascua. En otros momentos del evangelio de Juan hemos visto y veremos más adelante a Jesús mismo en el Templo de Jerusalén. Los judíos celebraban la pascua yendo al Templo. Para cuando el evangelio se escribe, el Templo ya no existe, pues ha sido destruido por los romanos; además, los seguidores de Jesús eran expulsados de las sinagogas, ¿dónde celebrar, entonces, al Dios de la vida y de la libertad? ¡Yendo a Jesús, compartiendo la vida con Él! ¿Dónde encontrarlo? En la humanidad que se reúne como familia a compartir la vida.

El segundo detalle. Tras el banquete de los panes y los peces multiplicados, Jesús pide que se reúna todo lo que ha sobrado, para que no se pierda nada. Y que con lo sobrante se llenaron doce canastas. El doce es un símbolo de totalidad. Me enternece y me emociona la preocupación de Jesús porque no se pierda nada. Aquí comienza, creo, el sentido de la multiplicación de los panes.

La comida de Jesús es para todos. Los que se alimentan del pan de Jesús se hacen uno con Él. Éste es también el sentido de la comunión eucarística. Toda la narración, de hecho, tiene resonancias eucarísticas. Nosotros celebramos el domingo como Día del Señor en la Eucaristía, que es la fiesta de la fracción del Pan. La Eucaristía es el banquete compartido por los hermanos de Jesús. El escenario de la multiplicación de los panes es un campo abierto, porque el verdadero templo de Dios no tiene límites, y es tan amplio al menos como la humanidad entera. Hacia el final de nuestras celebraciones eucarísticas, se recogen y reservan los sobrantes. Son para los hermanos enfermos.

Todos somos importantes para Jesús, tan importantes que nos trata como reyes. Los ricos comían recostados, como pide Jesús a la gente que lo haga. A todos nos ama igual y piensa en cada uno de nosotros. Pero tiene una consideración especial por los que no estaban ahí presentes. Por los que no quisieron ir, creyendo orgullosamente que no tenían necesidad de hacerlo. Por los que no pudieron ir, por estar enfermos o en cautiverio. Por los que simplemente no fueron pensando que no encontrarían un lugar o no serían bien recibidos. Pero a ellos también los aman Jesús y su Padre.

No es una cuestión de dinero esto de que todos coman, así pensaba Roma. Es una cuestión de amor. Jesús se ha reconocido en la humanidad de sus hermanos, que Él mismo comparte con ellos. Perder algo del pan significa perder a alguno de sus hermanos, y es la voluntad de Dios que no se pierda ninguno. Que nadie se pierda de la vida de Dios, ni después de la muerte, ni antes de ella. Nos pierde el no reconocer en el otro la propia humanidad, la propia indigencia, la propia necesidad de ser amado. Somos salvados cuando nos reunimos y somos reunidos en la fraternidad solidaria, y eso incluye rescatar a los últimos, a los alejados, a los rechazados, a los marginados.

Pienso en Dinazar y en la comunión que alcanzó a recibir antes de emprender el viaje. Lo “rico” del mundo está en las grandes ciudades, parece que a nadie le importa si los pobres mueren solos y con hambre, menos si estamos en juegos olímpicos y el mundo se concentra en Londres. Qué bueno que disfruten los que pueden hacerlo, si hubiera podido, ahí estuviera yo también. Pero qué bueno que existe la Iglesia misionera, la que trabaja constante y silenciosamente por recoger las “sobras” pobres y dolientes de la humanidad. Es la Iglesia que hace presente y efectivo el amor extremo de Dios. Que no caiga ninguna partícula de hostia consagrada al piso, dicen los rituales eucarísticos. Que no caiga en el sinsentido de la vida y menos aún en el absurdo de la muerte ninguno de los hijos de Dios sin ser amado, mucho menos el más pobre, el más insignificante, el más ninguneado. Es lo que dice el evangelio, ¿lo comprenderemos?

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