Mc 1,21-28
Se trata de la primera vez que el evangelista Marcos nos narra un exorcismo
de Jesús. Ya antes, después del bautismo de Jesús a manos de Juan en el
Jordán, vimos a Jesús en el desierto,
donde Satanás lo puso a prueba. En la escena de ahora no se hace mención de
Satanás, sino simplemente de un espíritu impuro, así que no tan fácilmente
podemos deducir que son el mismo personaje. De hecho, más adelante el narrador
nos dirá que Jesús expulsaba a muchos demonios, pero no los dejaba hablar. Creo
además que el sentido de los exorcismos hay que buscarlo en algo más que la
simple entrada y salida de espíritus malos en cuerpos humanos.
Pienso que el mismo narrador nos da la clave al introducir la escena. En
efecto, Marcos cuenta que Jesús entró un sábado en la sinagoga de Cafarnaúm —que
para los turistas en Tierra Santa es Capernaúm—, que se puso a enseñar, y que
la gente quedaba asombrada porque enseñaba con autoridad y no como los escribas
o maestros de la ley. El sábado y la sinagoga nos hablan del tiempo y del
espacio sagrados. Lo que vamos a ver, entonces, tiene que ver con la
manifestación de Dios y el culto que debe dársele. Sobre esto, con seguridad,
gira la enseñanza de Jesús, y esta enseñanza es tal, que causa asombro,
admiración, a la gente que ahí quería encontrarse con el Señor.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que en el tiempo de los primeros
cristianos, el judaísmo estaba organizado en torno a la sinagoga, de corte
fariseo, tras la destrucción del gran Templo de Jerusalén en el año 70, por
parte del Imperio Romano. El fariseísmo como doctrina tenía su corazón en la
Ley de la Pureza. Dios es puro, y el hombre que se ha dejado mancha de
impureza, no puede estar cerca de Él. ¿Qué podía hacer impuro al ser humano; es
decir, que podía hacer que Dios rechazara al ser humano? Según los maestros o
escribas fariseos, el ser humano contraía impureza al contacto con algo impuro:
los extranjeros o sus propiedades, como las monedas; el cerdo, por eso no se
podía comer su carne; la sangre, por eso una mujer que ha dado a luz o está en
sus días, como se suele decir, es impura; los enfermos, puesto que toda
enfermedad, en la lógica médica de aquellos días, era consecuencia de un
demonio; los cadáveres; y no se diga el sexo, entre otras muchas causas más.
Todavía la gente se confiesa de “haber cometido actos impuros”, y yo me
imagino que se han de ensuciar porque trabajan envolviendo carbón para vender.
Había, pues, que evitar contacto con todo aquello que fuera impuro: había que
alejarse de las mujeres que acaban de ser mamás; había que alejarse de los
enfermos o, mejor, expulsar a los enfermos de la comunidad; había que tolerar
el encuentro conyugal como un mal necesario para tener hijos, como si el cuerpo
no tuviera su propio lenguaje para comunicar cariño y ternura. En el fondo, la
idea era que Dios rechazaba, y como todos habían crecido creyendo esto, esto
era lo que estaba bien; así, se creía, era Dios.
Por eso, lo primero que causa sorpresa en esta escena, es que hubiera un
hombre poseído por un espíritu impuro ¡un sábado en la sinagoga! ¿Cómo es que
se les coló, si tan quisquillosos eran los maestros de la ley? ¿Estaba
fingiendo? ¿Por qué es que sólo se puso a gritar cuando entró Jesús? ¿Por qué
el acento de la narración cae en el enseñanza de Jesús, si no se nos ha narrado
lo que Jesús enseña? Tantos elementos son fuertemente elocuentes: Jesús entró
en la sinagoga para expulsar al espíritu de impureza. Y eso fue su enseñanza.
Jesús ha enseñado que la expulsión, la exclusión, no es grata a los ojos de
Dios. Jesús ha enseñado que la idea de impureza es diabólica, es decir,
divisora (diablo significa dividir, separar). Todo aquello que nos divide, que
nos separa de Dios y rompe nuestra comunión, es diabólico. Lo diabólico no
tiene que ver con colas y cuernos rojos, eso es utilería de pastorelas; lo
diabólico tiene que ver con las muchas etiquetas que “los buenos” les ponemos a
los que no son como nosotros, sin importar que toda exclusión sea violenta y
agresiva, como el espíritu que violentó al hombre poseído en la sinagoga.
De Jesús aprendemos que Dios nunca rechaza a nadie, porque no es selectivo
ni elitista; de Jesús aprendemos que Dios es Aquel que siempre viene a nuestro
encuentro; que no sólo no rechaza, sino que incluso Él se hace cercano. De
Jesús aprendemos que Dios quiere liberarnos del demonio de los prejuicios,
sobre todo de los religiosos, porque siempre son fanáticos y generan violencia.
Porque contaminan y destruyen la imagen clara del Dios bueno que es Amor y sólo
Amor.
Todavía hoy esto sorprende. No acabamos de creer que Dios nunca está lejos ni
nunca está fuera. Siempre está dentro. Dentro de cada uno, dentro de la
sociedad, dentro de la creación, dentro de la historia, dentro de cada esfuerzo
y cada voluntad por la paz y la justicia, dentro de la lucha por no dejar morir
de olvido la memoria de los humillados y de los caídos. Siempre está liberando,
siempre está resucitando, siempre está dando vida nueva. Quien se queda con la
mirada puesta en el espíritu impuro no se queda con el Espíritu del Evangelio,
el Espíritu de Jesús, que es Vida, Libertad, Comunión, Compasión, Misericordia,
Amor. Y demás palabras que hay que escribir con mayúsculas y pronunciar con
respeto porque en ellas damos nombre a Dios.
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