Mateo 15,1-13
Una parábola bellísima y desafiante. Prestemos atención a la situación inicial de la parábola:
25,1. Diez jóvenes que salen con sus lámparas al encuentro de su Señor. Pero sus lámparas aún estaban apagadas. La parábola
nos ubica en una situación de boda. Todo el Antiguo Testamento es el recuento
de la Primera Alianza de Dios con su Pueblo, alianza significada en la relación
matrimonial. En el Nuevo Testamento, la relación entre Dios y su pueblo llega a
su realidad plena y definitiva en las Bodas del Cordero y su Iglesia (cf. Jn 2,1-11; Ap 19,7-9; 21,9). De lo que se trata en esta parábola de Mateo,
pues, es de la relación entre Dios y nosotros a lo largo de la historia,
relación que debe ser de amor absoluto, recíproco y fiel.
Tras la muerte y resurrección del Señor, los primeros cristianos
vivieron con la esperanza del pronto e inminente regreso de Jesús, aunque sin
poder precisar el día y la hora; de ello es testigo Pablo (cf. 1Tes 4,13; 5,1-2). Pero el tiempo pasaba y el Esposo no volvía.
Mientras hubo paz, había el ánimo de tener paciencia, de dormir. Pero la espera
se hacía cada vez más larga y Roma comenzó a perseguir y matar a los
cristianos. Muchos dieron su vida, con la cara en alto, como testimonio de su
fe, de su confianza plena en el Señor. Otros, muchos vergonzosamente por el
interés de no perder su dinero, renegaron de su fe y adoraron al César,
quemaron incienso ante los reinos de este mundo. Los cristianos, despertados
por la persecución, estaban desigualmente preparados para encontrarse al punto
con el Esposo, a media noche, cuando la oscuridad era más densa y parecía que
el sol no volvería a levantarse en el horizonte.
El tiempo pasó aún más. Roma desapareció de la historia, y
vino a ser el punto de comunión de la fe cristiana. Sin el peligro inminente de
la persecución y del martirio, los seguidores de Jesús hoy pensamos en la
parusía o regreso del Señor como algo muy lejano que apenas puede
imaginarse, al fin del tiempo, aunque no falta quien piensa que el fin del mundo está ya viniendo, para el viernes de la próxima semana (11-11-11, aunque por un inefable don de la Virgen de Guadalupe, el fin del mundo en México ocurrirá trece meses más tarde, el 12 del 12 del 12). O
bien, que el Señor volverá en un momento tan cierto y tan incierto: la propia muerte.
La voz de Jesús, en cuanto narrador, nos explica la
situación de las muchachas: no todas fueron previsoras, de modo que salieron al
encuentro del Esposo sin aceite de reserva para esperarlo toda la noche. Quizá
no sea muy preciso decir que las acciones se desatan a raíz de la tardanza del
novio, pues más que acciones hay pasividades; lo cierto es que el drama de la
narración se gesta cuando las muchachas, todas, se duermen, y todas son
despertadas a media noche por un grito: “¡Ya llega el esposo, salgan a su
encuentro!” Pero no todas supieron mantener su luz encendida. Nadie puede
confiar con la fe del otro, ni esperar con otra esperanza que no sea la suya.
Mucho menos se puede amar con un amor ajeno.
Nos pasa a todos. La fidelidad (del latín fides-fidei = fe) tiene que ver con la
constancia. Simplemente, nos dormimos. El problema aquí es si estamos o no
preparados para despertarnos; el problema es si hemos creído y asumido nuestro
deber de ser portadores de luz, lámparas que no pueden esconderse. Jesús mismo
nos dio esta misión en su vida histórica: "¡Ustedes son la luz del mundo!" (Mt 5,14-16), y personalmente el día de nuestro bautismo. ¡Cuánto necesita la noche de nuestros días la tibieza y la claridad de nuestra vida cristiana!
La parábola tiene un clímax, una acción
que transforma la historia: El esposo ha llegado. Las jóvenes que tenían aceite
suficiente para mantener sus lámparas encendidas entraron con él al banquete de
la boda; las descuidadas, se quedaron fuera irremediablemente; por más que
tocaron y llamaron al novio, no se abrieron las puertas para ellas. Llama la
atención este desenlace y la situación final de las descuidadas. Todo el
contexto de la narración lleva a identificar a Jesús con el esposo, como lo ha
entendido siempre la comunidad eclesial. Y el mismo contexto invita también a
identificar la espera con la vivencia del discipulado. Las palabras de las jóvenes que se han quedado
fuera (“¡Señor, Señor, ábrenos!”) y la respuesta que obtienen (“¡no las
conozco!”) ya las hemos escuchado antes también en labios de Jesús, hacia el final
del Sermón del Monte:
“No todo el que me dice: ‘¡Señor, Señor!’ entrará en el reino de los cielos,
sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos. Muchos me
dirán aquel día: ‘¡Señor, Señor! ¿No profetizamos en tu nombre, y en tu nombre
expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’ Pero yo les
responderé: ‘No los conozco. ¡Apártense de mí, malvados!´” (7,21-23).
Tras la parábola de las jóvenes previsoras y las
descuidadas, Jesús narrará la parábola de los talentos y enseguida la gran
parábola del juicio final. Tres parábolas que no siguen este orden por mera
casualidad. La vuelta del Señor siempre estuvo ligada a la idea del juicio
definitivo. Jesús volverá con gloria para dar su veredicto final sobre el
mundo, para instaurar la justicia en favor de las víctimas de la historia. Y el
seguidor de Jesús se sabía existencialmente desafiado a dar lo mejor de sí,
pero no por temor o miedo, pues quien siente miedo a Dios termina por ser
echado fuera, a la oscuridad; el miedo engendra miedo y no amor; oscuridad y no
luz (parábola de los talentos: 25,14-30).
El verdadero discípulo se sabe amado, aprende a amar y se
mantiene fiel en el amor. El discípulo de Jesús se deja interpelar por el
rostro de su Señor. La parábola del juicio final (25,31-46) revela que cumple
con la voluntad del Padre y es luz en la historia quien atiende al último y al pequeño, al débil y al
olvidado, al menospreciado y ninguneado, en sus necesidades más básicas; no se
espera del discípulo la solución del problema, sino compasión hacia el hermano
en su dolor o su carencia.
El Fundador de la Familia Josefina, el P. José María
Vilaseca, fue luz de su tiempo. Quiso obstinadamente llevar la luz de
Jesucristo a los últimos, a los abandonados, a los olvidados, a los confinados
en la oscuridad de una nación desgarrada por la guerra civil. Fue buen
discípulo que se mantuvo atento y con la lámpara encendida en la noche de la
historia, y contempló en el indígena, en los pobres y sus hijos, el rostro del
Esposo que se acercaba y lo invitaba a cenar con Él. A la luz de su lámpara,
vio en ellos la imagen de Dios que llevamos todos sus hijos; y quiso trabajar
para que ellos llevaran la vida acorde a su dignidad de ser hijos de Dios.
Buscando que los otros fueran hijos, Vilaseca mismo se hizo hijo en el Hijo.
Porque a todos los que la reciben, la Luz, la Palabra, les da la capacidad de
ser hijos de Dios (Jn 1,12). ¿Qué nos impide a nosotros ser luz como él?
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