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La parábola del juicio final

Mateo 25,31-46

Una impresionante parábola, y hoy quiero leerla desde el conjunto que forma con las dos parábolas que la anteceden. Los primeros cristianos tuvieron desde sus inicios la certeza y la esperanza firme de que el Señor Jesús resucitado volvería, y volvería glorioso para llevar a cabo un juicio definitivo sobre la historia, basado en las acciones de cada uno, como persona y como pueblo.

Pero el tiempo pasaba y el Señor no volvía. Roma perseguía y mataba cristianos y quizá a no pocos se les apagó en el corazón la luz de la fe y de la esperanza, mientras en otros se encendía el fuego encrespado de la ira y se mantenía la esperanza de la vuelta de Jesús como juez de la historia para cobrar venganza frente al perseguidor. Ante esta situación, el evangelista Mateo quiso dar una respuesta clara. El Señor volvería, ¡claro que volvería! Y vendría como juez, ¡claro que volvería a hacer justicia! Pero Mateo profundizó más en el mensaje de Jesús, y alcanzó a vislumbrar algo más. Mateo logró precisar el tiempo y el modo de la vuelta de Jesús, y comprendió la naturaleza del juicio.

En realidad el Señor no sólo había venido a la historia en la humanidad de Jesús, ni vendría sólo hasta el final del tiempo y de la historia. En realidad, y más importante aún, ¡el Señor estaba ya viniendo, en el hoy y el aquí de nuestra propia historia! ¡Estaba volviendo como juez, pero su juicio no es venganza, sino misericordia! Mateo veía con tristeza y con dolor que a sus hermanos de la comunidad cristiana se les estaba apagando la luz de la fe, y que la luz de la esperanza también estaba perdiendo su brillo. Pero el Espíritu del Señor Resucitado no permitiría que también se les apagara la luz del amor. Podía ser débil y tenue, pero el amor siempre es cálido y luminoso.

El Señor viene, ¡está viniendo!, en la humanidad de los pequeños, de los débiles y de los vulnerables. Desde siempre el Señor se ha identificado con ellos. Lo vimos en las primeras escenas del evangelio, desde el inicio del evangelio nos ha quedado claro que Jesús es el Mesías esperado, el descendiente de David, la descendencia prometida a Abraham; sabemos que es el Salvador del Pueblo, y que en su persona encontramos la presencia de Dios, porque es el Emmanuel. Y, sin embargo, en el relato de la huida a Egipto, sólo un título se le da a Jesús: Niño. Niño como los niños muertos por la furia y la ambición homicida de Herodes; niño como los niños llorados por Raquel, que no quiere consolarse porque sus hijos ya no existen. Desde Niño el Señor se ha identificado con los pequeños, con los débiles y con los vulnerables. 

Pequeños, débiles y vulnerables eran los cristianos en medio del Imperio Romano. Pero pequeños, débiles y vulnerables son también los que tienen hambre y sed de pan, de agua y de justicia; pequeños, débiles y vulnerables los desnudos de ropa y de salud, cuya desnudez acusa y a su vez desnuda la mezquindad de los que viven en la opulencia. Pequeños, débiles y vulnerables los migrantes, los extranjeros que están solos y son extraños en medio de la gente y de la tierra que no los vio nacer y que tampoco se duele por verlos morir. Pequeños, débiles y vulnerables, como la tenue luz de una lámpara de aceite, y también con ellos se identifica el Señor Resucitado, que camina victorioso en la luz del cirio que encendemos en la noche de Pascua.

Los primeros cristianos tenían que ser valientes para enfrentarse a Roma y defender su fe. Pero más valientes tenían que ser para defender su amor al Señor y amarlo en la persona de los pequeños, los débiles y los vulnerables. Amarlos en el ejercicio de la misericordia, amarlos poniendo el corazón en la miseria hiriente y ofensiva de la humanidad que sufre. Sé que la misericordia es insuficiente para solucionar el hambre y la pobreza del mundo. Pero también sé que sin misericordia no se soluciona nada. Y más aún, que sólo quien es valiente para iluminar y dar calor, aunque sea tenuemente, la noche fría de la historia y de la humanidad, encuentra abierta la puerta para entrar con el Señor a disfrutar el banquete  y la fiesta de la fraternidad eterna y universal.

No hay misericordia sin valentía. No se nos puede apagar el amor, no se nos puede enfriar el corazón,  no puede no dolernos el dolor de la humanidad, porque si eso pasa, nos habremos perdido para siempre. Mi fe y mi esperanza me dicen que el Señor no sólo ha venido y vendrá como juez, sino que ya está viniendo y está haciendo su juicio, desde la compasión y la misericordia. Y también me dicen que el amor será la última palabra sobre la historia. Y que la pequeña, débil y vulnerable llamita del corazón se fundirá un día en la fogata alrededor de la cual cantaremos y bailaremos para celebrar el triunfo de la compasión sobre la indiferencia, de la misericordia sobre el egoísmo, de la vida sobre la muerte. Sólo entonces y verdaderamente, en el amor compasivo y misericordioso, reinará el Señor. Si hay otras maneras de imaginarse al Señor como rey, no me interesan. Y creo que a Él tampoco.

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