Mateo 17,1-9
La escena es conocida como la Transfiguración del Señor. Una escena comprendida en el cuarto bloque narrativo del evangelio. En el primero se nos presentará a Jesús como el enviado autorizado por Dios para instaurar su reinado. En el segundo, se mostrará a Jesús desplegando esta misión por medio de obras y palabras. En el tercero, se mostrará la reacción de diferentes sectores de la sociedad ante la misión de Jesús: mientras algunos lo acogen, otros lo rechazan. En el cuarto, Jesús anticipa la manera en que será rechazado, la crucifixión, y también prepara a sus discípulos para vivir durante el tiempo de su ausencia, tras su muerte. En el quinto, contemplamos el conflicto de Jesús con la élite de Roma y Jerusalén, y cómo éste efectivamente lo crucifica. Finalmente, en el sexto bloque narrativo, un añadido al esquema clásico de las biografías antiguas, que comienzan con el nacimiento del protagonista, y concluyen con su muerte, contemplamos el despliegue salvífico y final de parte de Dios: la resurrección de Jesús, la restauración y reivindicación de su vida entera.
La escena de la Transfiguración ha sido entendida tradicionalmente como un anticipo de gloria que permitió a sus discípulos enfrentar la crueldad y la crudeza de la cruz. La dinámica narrativa, sin embargo, marca sus propios acentos. Hay demasiadas referencias que traen a la mente del lector los relatos de la Alianza en el Sinaí: la indicación del sexto día, la presencia de Moisés, la brillantez en el rostro de Jesús, como antiguamente en el del mismo Moisés, la presencia de la nube, la voz del Padre. Todo recuerda el momento de la Alianza, el momento en que el Pueblo y Dios sellaron su pacto, y el Pueblo se comprometió a vivir en fraternidad.
La escena se sigue al primer anuncio que hizo Jesús sobre su pasión, muerte y resurrección. Y en la continuación de la escena, cuando Jesús y sus discípulos más cercanos bajan del monte, Jesús revela la identidad de Juan el Bautista con el profeta Elías, con la que avala el anuncio de su propia muerte.
En la escena, Jesús sube a un monte, llevando consigo a Pedro, Santiago y Juan. Ahí su rostro brilló como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz, se aparecieron Moisés y Elías y se pusieron a conversar con Jesús. Pedro expresó su contento y su deseo de permanencia en ese lugar, y no acababa de hablar cuando se oyó la voz del Padre que reconocía, como en el bautismo, a Jesús como su hijo amado, de quien pide que sea escuchado. Los discípulos cayeron rostro en tierra. Jesús se acercó a ellos, los tocó y les pidió: “Levántense, no tengan miedo.” Después bajaron con él.
Todos estos elementos me sugieren una invitación del evangelio a contemplar primero, la realidad del Pueblo de Dios, que es el Cuerpo de su Hijo, en el camino de su historia, un camino marcado por el dolor y el conflicto cuando el pueblo mismo se esfuerza por vivir en libertad y con dignidad. Segundo, que hay que tener la suficiente cercanía y confianza en Dios de tal manera que seamos capaces de reconocer su rostro, que brilla y salva, en ese pueblo sometido al dolor y a la lucha constante. Tercero, que la fe en Dios no es sinónimo de una fe ingenua, de quien se sienta a esperar el momento en que Dios baje del cielo y lo resuelva todo. El hombre de fe es aquel que, habiéndose sentido tocado por Jesús, escucha su voz que le pide levantarse y no tener miedo.
De eso se trata, de levantarnos y no tener miedo, para seguir en nuestro camino, que siempre es un camino hacia la vida y la plenitud, aunque pase por el dolor de la cruz y la experiencia de la muerte. Levantarse y no tener miedo, levantarse y no tener miedo, como vimos en José en las primeras escenas del evangelio. Levantarnos y no tener miedo de abrir el corazón a la misericordia y a la acción creadora del Espíritu Santo, como hizo José, cuando recibió en su casa a su esposa María, ya encinta, y no tuvo miedo de ser la burla del pueblo.
Levantarnos y no tener miedo, como hizo José la noche en que supo por el ángel que Herodes buscaría al Niño que Dios le confiaba para darle muerte, y se levantó para buscar refugio y salvación en Egipto. No es un detalle gratuito que Mateo nos diga que, tras regresar a la tierra de Israel, José sintió miedo. La confianza en Dios no está exenta del miedo. Los personajes del evangelio, los discípulos y seguidores de Jesús no son gente extraordinaria, sino seres de carne y hueso, con sus fragilidades, limitaciones, y también sus miedos. José no era un superhombre, sino simplemente un hombre, un humano. Lo extraordinario de la fe, de la confianza en Dios está en el hecho de no dejarnos vencer por el miedo y la postración. Y la clave para levantarse y vencer el miedo está en aquello que nos da la cercanía con Jesús: la capacidad de sentir misericordia y construir cada día fraternidad, en fidelidad a la acción del Espíritu Santo, que siempre viene para crear vida en nosotros. Levantarnos y no tener miedo. Como José de Nazaret.
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