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La casa sobre roca

Mateo 7,21-27

El asunto es que no es poco lo que nos jugamos con Jesús. Estamos en la conclusión del Sermón de la Montaña, y las últimas palabras del Maestro recapitulan con una parábola que viene a advertirnos. Primero, que no todo el diga “Señor, Señor” entrará con Él en el reino de los cielos. Y es que la confesión de la fe con la sola lengua, paradójicamente, no dice mucho, quizá nada. Porque la fe no es una doctrina, la fe es vida: es seguimiento a Jesús, confianza en él, apertura al amor de Dios, generosidad en el amor al prójimo. No es ni siquiera una vacía repetición de las palabras de Jesús.

Por ello la pertinencia de concluir este sermón con una parábola elocuente: la casa construida sobre roca o sobre arena. Escuchar las palabras de Jesús y ponerlas en práctica es construir la casa sobre roca, que es lo único que la mantiene firme ante todo tipo de embates. Por el contrario, escuchar a Jesús y no vivir sus palabras es construir sobre arena: todo se derrumba a la menor sacudida.

Aquí la interesante, creo, son las evocaciones lingüísticas. Primero, “casa” en la Biblia es también sinónimo de familia. De modo que la parábola no es una simple invitación a la coherencia de nuestra vida con nuestra religión, sino una invitación a construir la familia cristiana, la familia entrevista en las enseñanzas de Jesús, la familia de los que reconocen como hermanos entre sí, hijos de un mismo y único Padre, que es Dios, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y cuya voluntad está en que todos sus hijos cada día tengan que comer, y no tengan que preocuparse por lo que han de vestir.

Esta familia alternativa sólo puede construirse sobre las palabras de Jesús. Por ello no basta decir: “Señor, Señor”. Hay que creer con todo el corazón y defender con todas las fuerzas que cada ser humano tiene la dignidad de hijo de Dios. Que la primera piedra de esta nueva casa son aquéllos a quienes Jesús llamó bienaventurados, y que si esta piedra falta, la familia no está completa, es más, ni siquiera es digna de ser llamada familia, pues una familia que no se preocupa de sus miembros más débiles y vulnerables para darles abrigo y fuerza, no vive la más mínima prueba de amor cristiano.

La roca evoca a Dios mismo, “mi roca, mi baluarte, mi escudo y peña en que me amparo”, como lo llama el salmo 18. Y es que, ¿cómo dar amor, sino se ha recibido primero? Amamos porque Dios nos amó primero, enseñará a su comunidad el Discípulo que se supo amado por Jesús (1 Jn). Pues si bien es cierto que a Dios lo conocemos por la fe, también es verdad que sólo lo experimentamos por el amor. La roca, así, más que una fe firme, es un amor imbatible. Es el amor que resiste la burla o la crítica; el amor que no se vende ni se mendiga, siempre se ofrece; el amor que no se exige, se acoge; el amor que todo lo cree, que todo lo perdona, que todo lo espera, que siempre confía Por eso es Dios. Por eso Dios es Amor.

José de Nazaret, el gran santo de mes de marzo, fue un hombre de fe. Pero también fue un hombre de amor. Si sólo hubiera sido hombre de fe, habría abandonado a María, su esposa, que estaba embarazada por la acción del Espíritu Santo. Pero su amor lo llevó a cambiar la letra de la ley por la práctica de la misericordia, y ello le permitió no sólo conocer mejor a Dios, sino incluso a contemplar su rostro y aun a tenerlo entre sus brazos. Y Jesús lo llamó Papá. Y por el amor del buen Artesano de Nazaret, Jesús llamó a Dios igual que a José: Papá.

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