Lucas 19,1-10
Jesús se encuentra en el último tramo de su viaje a Jerusalén, su misión está culminando y necesita subrayar lo más importante de su mensaje: Que Él, el Hijo del Hombre ha venido para buscar y salvar lo que estaba perdido. La ocasión se da cuando Jesús entra en Jericó y atraviesa la ciudad. Tras la entrada de Jesús en este poblado, la narración se centra en un personaje socialmente mal visto: Zaqueo, un rico cobrador de impuestos para Roma y, por lo tanto, traidor de su pueblo. De Zaqueo se nos dan otros dos datos: que es un hombre de baja estatura, y que desea conocer a Jesús.
El problema en esta escena, sin embargo, es desconcertante: para poder conocer a Jesús, Zaqueo no se enfrenta a su condición de cobrador de impuestos, ni su baja estatura sería problemática, de no ser por ¡la gente! En efecto, son los demás los que impiden que Zaqueo pueda ver a Jesús. Pareciera que hay un cerco que bloquea el acceso a Jesús, y el perjudicado es alguien verdadera y urgentemente necesitado de encontrarse con Él.
El lector de esta escena tiene dos opciones: identificarse con Zaqueo, el pecador que quiere conocer a Jesús, y que no se arredra ante sus limitaciones, sino al contrario, busca los medios: corre y sube a un árbol. O bien, identificarse con la gente que impide que otros vean a Jesús. Y es que ambos personajes tienen sus correlatos en la vida social y eclesial de nuestros días.
Basta pensar en la gente que no es bien vista ni en la iglesia ni por los que cotidianamente asisten a las iglesias: las prostitutas -de las que se dice que ejercen el oficio más antiguo del mundo y son, por tanto, de las que más han perseverado en su condición de marginadas-; su "profesión" sigue dando nombre a insultos. También están todos los que ahora se agrupan bajo el genérico conjunto de la "diversidad", peor aún si tienen la fina ocurrencia de salir de la clandestinidad y vivir bajo el aire de la verdad y la libertad. Hasta hace no mucho, ser divorciado o hijo de divorciados era una vergüenza que se callaba lo más posible y se lloraba de noche, para no ser el objeto de la burla, la crítica o la admiración de las familias "honorables". En algún tiempo, incluso, estuvo prohibida la ordenación sacerdotal para hijos ilegítimos. En la capellanía donde sirvo encontré un libro viejo para anotar los bautismos de "hijos ilegítimos, naturales o bastardos", ¡inimaginable que sus nombres aparecieran junto a los de los hijos de matrimonios decentes! Que ellos quieran conocer a Jesús está bien, pero que nosotros dejemos que se acerquen a Él... ¿Qué diría Jesús?
Seguramente haría, hará, o está haciendo, lo mismo que con Zaqueo: volver la vista hacia ellos y llamarlos en voz alta por su nombre; seguro que se invitará a hospedarse en su casa y no le importarán las críticas ni las murmuraciones de las buenas conciencias que se escandalizarán viendo a Jesús comer en casa de una pareja de cónyuges del mismo sexo, tomando nieve con alguna muchacha que, habiendo salido con su "domingo siete" deshonró su apellido, o dando una caminata junto a algún criminal que finalmente decida acercarse a Él.
Y tampoco esperará Jesús a que se arrepientan de su "mala vida" para dejarlos que se acerquen a Él. Porque Zaqueo no iba arrepentido de sus defraudaciones al pueblo, ni Jesús lo llamó por ello. Todo lo contrario, fue el encuentro con Jesús, su llamada, su cercanía, el regalo de su salvación, el gozo de compartir con Él un momento fuerte en la vida lo que suscitó el cambio de vida en Zaqueo: dar la mitad de sus bienes a los pobres, y devolver cuatro veces más lo obtenido con robo. El evangelio es claro: hoy quiere Jesús hospedarse en nuestra casa, hoy quiere que nos alegremos porque viene a nosotros con su salvación. Y por supuesto, quiere que hoy pasemos de ser obstáculo para el encuentro con Jesús a compartir la alegría por el hermano recuperado.
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