Mt 28,16-20
Hoy la Iglesia celebra su jornada anual y mundial de oración por las misiones; es decir, por los misioneros, hombres y mujeres que lo han dejado todo por anunciar en el mundo entero la Buena Noticia del amor de Dios por todos sus hijos. Para esta jornada, la liturgia nos invita a contemplar el final del Evangelio según san Mateo.
Se trata de la última escena de este Evangelio. En ella aparecen el Señor Jesús Resucitado, y sus once apóstoles. A ellos, el Señor Resucitado les comunica que le ha sido dado todo poder sobre la tierra y los envía por todo el mundo. También los anima con la certeza de que Él está y estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo.
Sé que la misión es una tarea que compete a toda la Iglesia, desde el Papa hasta el último de los bautizados; sé que todos podemos vivir nuestro compromiso misionero orando por las misiones; incluso, que todos podemos ser misioneros viviendo plena y alegremente nuestra vida cristiana. Todo esto es verdad, pero también es verdad que la Iglesia espera de nosotros este compromiso no hoy, sino todos los días. Y quiere también que nuestra mirada y nuestro corazón se concentren hoy en los misioneros que han dejado casa y patria para compartir su fe con quienes no han conocido el Evangelio.
Hoy es un día para orar y apoyar a quienes un día voltearon hacia fuera de sus propias comunidades, hacia fuera de sus fronteras, hacia fuera de su cultura y de sus seguridades; para orar y apoyar a quienes un día volvieron la mirada y no vieron extraños, pobres y marginados, ni se acobardaron ante la violencia, el hambre, la injusticia o corrupción, sino hermanos profundamente necesitados de experimentar el amor de Dios, y ellos decidieron amarlos con el corazón del Padre.
Es un día para orar y apoyar a quienes hicieron suyo el dolor de la creación y de la humanidad, que es el Cuerpo de Cristo; a quienes salieron a buscarlo y curarlo con el bálsamo del compromiso social y humanitario y el aceite de los sacramentos, que son fiestas de vida. Porque los misioneros, ellos y ellas, son hermanos que saben que la humanidad es divina, y se resisten a ver pasivamente cómo el Cuerpo de Cristo es vejado y humillado, nuevamente crucificado, y van a su encuentro para ayudar, en el nombre del Señor, a levantarlos de su muerte y celebrar con ellos la vida y la presencia de Dios en ella.
No es un día para pensar en más bautismos, sino en construir comunidad; no para pensar en muchas primeras comuniones, sino en comer juntos el pan de la solidaridad, la justicia y la caridad, que es lo que Dios quiere; no para pensar en lo folclórico de lo desconocido, sino en la riqueza de Dios, que crea lo diverso, cuyo nombre se dice de muchas maneras y se festeja en distintos ritos. En un día para orar y apoyar a los misioneros que han decidido hacer presente al Señor Jesús en el extranjero, en los campos de misión, entre los últimos y los excluidos.
A ellos, para ellos y ellas, mi abrazo de discípulo, y mi corazón de misionero. No están solos, hoy la Iglesia piensa en ustedes, ora por ustedes, y les agradece la solidaridad de sus vidas.
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