Juan 1,35-42
Para Beto, que ya descansa en el corazón del Padre.
Para Claudia, Diego y Sebastián,
que caminarán buscando y hallando las huellas de Beto resucitado.
Todos los escritores —yo apenas he escrito un cuento, pero no importa— nos enfrentamos siempre a un gran problema: cómo vamos a iniciar lo que vamos a contar, a partir de qué, si desde el inicio, o desde una anécdota intermedia, o creando un suspenso, hacia el final de la historia que queremos contar. Lo cierto es que si en el inicio no ganamos la atención de los lectores, ya no lo lograremos. Lo mismo pasa con el discurso. En un taller de oratoria me preguntó uno de los participantes qué hacer si perdía la atención de los oyentes. “Tener vergüenza y terminar inmediatamente”, fue mi respuesta. Toño Malpica, escritor para niños y jóvenes, comienza su relato Los mil años de Pepe Corcueña —sobre el secuestro de un niño de nueve años— de la siguiente manera:
Esta historia es, en cierto modo, parecida a una fábula. Y comienza en el momento en que el Gorras y Noé se conocieron.
Aunque bien pensado, tal vez podría haber iniciado un poco antes.
Probablemente, cuando Noé abandonó su cama y desayunó con gran apetito los huevos con jamón que le preparó uno de los cocineros de su casa. O tal vez, cuando salió de la mansión en la que vivía, ubicada en una hermosa colonia de amplias avenidas.
Cuando muere alguien que habita en nuestro corazón, nos acercamos a su historia para contárnosla. Comenzamos con lo que tenemos a la mano: una fotografía, la letra o la melodía de una canción, una playera que se puso en un día especial, el libro que tenía junto al buró, la mesa de la cocina, su sillón preferido de la sala; buscamos recordar para no olvidar, recordar para no dejar morir del todo ni para siempre, para resucitar. No se precisa contarlo todo, sino lo más importante, aquello en lo que descubrimos el amor.
Mientras vivimos, los recuerdos se van almacenando en los diferentes compartimentos del corazón: lo que nos alegra, lo que nos hace reír, lo que nos duele, lo que nos abochorna, lo decimos que no vamos a perdonar, lo que vamos a restregar en la cara… Pero cuando un ser querido muere, el corazón se sobresalta tanto que todo lo que contiene sale disparado para arriba y cae revuelto en la misma caja: la de la comprensión, que siempre es generosa y agradecida. De pronto, descubrimos que en todo estuvimos vivos, que todo nos ayudó a crecer, que lo negativo quizá no era tan oscuro o, por lo menos no tanto que apagara la luz que emanaba de los momentos de gloria. Buscando, recordamos; recordando nos encontramos con los que partieron, y también con nosotros mismos. Nos reconocemos en el amor, y en el amor reconocemos la presencia de Dios, que siempre nos envuelve.
Los primeros cristianos comenzaron a contar la vida de Jesús desde su muerte injusta y brutal en la cruz, y desde la desconcertante, increíble, cierta pero inasible experiencia de la resurrección. El Padre, que estuvo con su hijo en la muerte, le hacía justica, le restituía el honor y lo sentaba a su derecha, pleno de una vida eterna, de la vida verdadera. Pero después comprendieron que, como escribe Malpica, bien pensado, tal vez su historia podría haber comenzado un poco antes. Así fue como buscaron y hallaron las anécdotas de la vida de Jesús, las que daban sentido a su muerte: sus elocuentes gestos de amor y compasión, sus curaciones, su mesa compartida con los pobres y los excluidos, su perdón sin límites, sus bellísimas historias sobre el Padre que nos ama tanto que manda la lluvia sobre buenos y malos, y a todo el que vuelve a Él lo recibe con los brazos abiertos.
Aunque bien pensado, sugirieron otros, su historia podría haber iniciado un poco antes, con sus padres, con su familia, en su nacimiento, algo en su infancia que ya indicara lo que sería en el futuro. El cuarto evangelio lo pensó bien y fue más allá todavía: la historia de Jesús comenzaba en la eternidad, como Palabra de Dios que existía desde el principio, junto a Dios y como Dios mismo. La Palabra que Dios pronunció y lo creó todo llamándolo a la vida. Lo que vino después fue la historia del amor y la verdad de Dios que se hizo carne y se puso a caminar entre nosotros, como uno de nosotros, uno en medio de los últimos, entre los bautizados por Juan. Uno en el que vimos algo, que nos hizo caminar detrás de él, y escuchar de él como primera palabra: “¿Qué buscan?”, “¿Dónde vives, Maestro?”, le respondieron los primeros que lo siguieron. Fue su manera de preguntar: “¿Quién eres?” El Maestro no les dio definiciones ni domicilios; les dijo: “Vengan y lo verán”. Ellos fueron, vieron, y se quedaron con Él.
Eran como las cuatro de la tarde. Es imposible recordarlo todo, pero lo que nos marca, se recuerda hasta en los detalles más insignificantes, y cada uno se vuelve especial, tanto que hace presente lo que parecía que se había ido. Por eso son importantes los aniversarios, las agendas y los relojes; son el mapa de la memoria, las pistas a las que recurre el corazón para trazar la ruta de ida y vuelta, de la vida oculta a la vida cotidiana. Si algo de eso se nos olvidara, seríamos nosotros mismos los que nos perderíamos, porque somos el amor que vivimos en el encuentro con los demás; y, por lo tanto, se nos perdería el Rostro que es todos los rostros, la Voz que es todas las voces, el Rostro y la Voz de Dios en los que amamos y nos amaron.
Mateo, Marcos, Lucas y Juan cuentan la historia cada uno a su manera, según el sentido que les fue revelado mientras buscaban. Marcos dirá que Jesús vio a Pedro mientras caminaba por la orilla del lago y lo llamó, y conoceremos la historia de Pedro a través de esa llamada. Pero Juan nos dirá que fue su hermano Andrés quien habló de Jesús a Pedro, y lo llevó ante el Maestro y fue entonces que Jesús fijó su mirada en él, y le cambió el nombre, y lo llamó Kefás, es decir, Pedro. No tiene caso querer explicar las diferencias; la experiencia transmitida es la misma, y esa experiencia cuenta que Pedro comenzó a existir de verdad cuando el amor de Dios en Jesús lo tocó, con la compasión de su mirada, con la fuerza de su voz. Y que, bien pensado, lo que había vivido antes era pura rutina vacía de sentido. Como cantaba Manzanero: “contigo aprendí, que yo nací el día en que te conocí.”
Seguro que los descubridores de la vacuna contra el covid recibirán el Premio Nobel. Pero la historia de esta pandemia se escribirá desde sus víctimas, y se contará para no olvidarlas, para darles el homenaje del corazón y del coraje de vivir pensando en ellas con la fuerza de la esperanza. Porque las historias se cuentan desde el amor; el evangelio es una de ellas, la mejor contada. Porque nadie cuenta el amor como lo cuenta Dios, porque nadie ama como nos ama Dios, porque nadie nos piensa tanto, como nos piensa Dios. Tanto que todo lo comprende y a todos resucita.
Gracias por tus palabras padre Miguel Ángel, nuestro Señor te fortalezca." Adelante josefino, pues lo quiere San José..."
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