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Epifanía: la universalidad del amor

Mateo 2,1-11

 

Alejandro Magno soñaba con un imperio universal, que llegara hasta la orilla del mundo, donde el mundo terminaba rodeado de agua, según las enseñanzas de su maestro, Aristóteles. “«La Tierra», proclamó Alejandro en uno de los primeros decretos que promulgó, «la considero mía».” Ptolomeo, el gobernante que Alejandro impuso en Egipto, tras la muerte de éste, optó por no pelear el poder del imperio, que se resquebrajó. Ptolomeo prefirió la universalidad del conocimiento. “Reunir todos los libros del mundo es otra forma —simbólica, mental, pacífica—, de poseer el mundo.” Es la opinión de Irene Vallejo, en El infinito en un junco. Pero en el Evangelio descubrimos que la única universalidad que importa a Dios es la del amor; amar a todos, que el amor llegue a todos, comenzando por los últimos. Él es el Amor, y Él toma la iniciativa. El relato de los sabios de Oriente, del evangelio de san Mateo, lo pone de manifiesto. 

 

A los pueblos que leían las estrellas buscando entender los mensajes divinos, simbolizados en los tres sabios —astrónomos— del relato, el Señor los envió no a una estrella, sino a un pueblo pequeño y oprimido, necesitado de amor y libertad. Y dentro de ese pueblo, los envío a una casa en Belén, a un Niño, pequeño y vulnerable, que tomaría la condición de perseguido y de víctima. Lo adoraron de rodillas. No llegaron de manera directa. Primero llegaron a la capital del reino, a Jerusalén; ahí dialogaron con el pueblo y con su historia. Tuvieron que pasar por la mediación de Herodes y de los sacerdotes, del poder político y religioso, que cada vez era más poder y menos político y menos religioso. El poder buscó en las Escrituras, entre las profecías, ahí encontraron una, la que hablaba de Belén como la más pequeña y, por eso mismo, la elegida. 

 

Lo paradójico del asunto es que, siendo conocedores y guardianes de la memoria del pueblo, sabedores de la identificación de Dios con los últimos y con los pequeños, con los oprimidos y con los que sufren, con las víctimas, los sacerdotes cuidaron su alianza con Roma y dieron la espalda a su Alianza con el Señor. Conocían las profecías, conocían las Escrituras, conocían la historia, conocían la condición de víctima y, sin embargo, no acudieron al Niño, prefirieron la comodidad de su complicidad y sujeción a Herodes.

 

Lo triste es que esta historia de corrupción de la religión con el poder no ha dejado de repetirse a lo largo de la historia; y a muchos, dentro de la misma Iglesia de Jesús, nos han comunicado el contenido de las Escrituras de tal manera que no nos llega el amor, la salvación, la libertad que contiene, sino un mensaje distorsionado, corrompido, que apuntala un andamiaje de poder a partir del miedo, del odio incluso, de “la expulsión de lo distinto”, por usar el título de un libro de Byung-Chul Han. Un dios que no pone en camino a nadie, que desconfía de todos, que inspira miedo. Un dios que no es Dios, no nuestro Padre, no el Amor encarnado en Jesús, el Amor que vimos, escuchamos y tocamos en Jesús. 

 

Leo en estos días, los últimos de vacaciones, en la tensión de la tarea que no he terminado, y el gusto número mil que no dejo de darme, la biografía de Giordano Bruno, Giordano Bruno o El Espejo del infinito, escrita por el teólogo y psicoanalista alemán Eugen Drewermann, sacerdote católico censurado y suspendido por sus críticas a la jerarquía eclesiástica, a la que leyó con la mirada crítica del psicoanalista, y denunció sus pulsiones de poder; diagnosticó un sistema patógeno que genera estructuras neuróticas. No buscaba la polémica, sino ayudar a liberar el mensaje del Evangelio; no fue bien comprendido. La suya es una biografía paralela a la del dominico italiano Giordano Bruno, quemado en la hoguera en 1600 por sus teorías consideradas heréticas, como que era la tierra la que giraba alrededor del sol, y no al revés; que el sol era una estrella más entre un número infinito en un universo infinito; que la tierra no era estática, sino estaba en movimiento. 

 

En este relato, Drewermann hace escribir a Bruno el siguiente reproche a sus inquisidores: 

 

         Lo que vosotros llamáis Dios, ¿significa realmente para vosotros algo más que el compendio de todos vuestros miedos? Adoráis esos miedos y los engordáis con la sangre de sacrificios siempre nuevos. ¿La verdad? ¿La conocéis vosotros? Yo no. Sólo sé que he eliminado mis miedos frente al mundo, y honradamente puedo afirmar que nunca he sido tan temerario como para confundir a Dios con mi miedo. Bien al contrario, he aprendido a superar mi miedo frente al mundo mediante la confianza en algo que nunca he visto, pero que ciertamente nunca se ha burlado de mí.

 

En el relato de los sabios de Oriente, extremadamente elocuente, José encarna a la estructura social de su tiempo, machista y patriarcal, que se convirtió al evangelio, y cambió el poder por el servicio. Por eso no aparece en la escena, el rey es su Hijo, no él; y no le interesa disputar el poder con un pequeño al que además quiere servir porque lo ama. Es decir, José pasó a cimentar su identidad en el amor, y no en el poder. No le interesa el protagonismo y, a diferencia de Herodes —ególatra, narcisista, ebrio de poder al punto del asesinato—, como todo un caballero, supo retirarse.

 


Los sabios de Oriente, en cambio, descubrieron al Mesías; es decir, al Ungido, al Rey en un Niño. No había en Él ni en su casa nada que los hiciera sentir miedo; al contrario, lo que descubrieron en Él los llevó a darle, y a reconocer lo que al mundo sigue costando trabajo entender: que la realeza es servicio; que la pequeñez es grandeza, y que el amor se lleva hasta el extremo. Por eso el Rey y Dios se encarnó en un pequeño dentro de un pueblo pequeño, en una familia de perseguidos, que amó al punto de ser por ello asesinado en la cruz, de la que el Amor que no muere lo levantó para darle el nombre que está sobre todo nombre. 

 

Desde aquí se entiende la universalidad del amor de Dios, que no es el imperio que buscaron Alejandro o Roma; ni siquiera la sana y atractiva universalidad del conocimiento de la Biblioteca de Alejandría, que se redujo a cenizas; sino la universalidad del amor que no inspira miedos, sino los vence; que no conoce de razas ni de géneros ni de estratos sociales; que habla el lenguaje universal, el del amor que cura en silencio, que perdona con generosidad, que comparte con alegría, que incluye sin reservas.  

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