Mateo 28,16-20
Nacer es buscarme un nombre,
hallarlo ya es morir.
Son versos de El libro de las preguntas, de Edmond Jabés, poeta de origen judío, nacido en El Cairo, en 1912, y fallecido en París en 1991. Se declaraba no creyente, pero su literatura no se entiende sin la presencia de Aquel que quiso caminar con su pueblo, y le pidió escuchar lo que tenía que decir y conservar sus palabras: “Escucha, Israel… guarda estas mis palabras, ponlas frente a ojos, en el umbral de tu casa, en las puertas.”
En el pensamiento bíblico, el nombre que llevamos es reflejo de lo que somos. “Israel” fue Jacob después de que “luchó con Dios”; “Isaac”, su padre, fue “Aquél con el que Dios reirá”, pues Sara había reído primero de incredulidad cuando escuchó que sería madre, ¡y tenía ya más de 90 años!; y luego rio de alegría cuando su hijo nació, al año siguiente. Jesús significa “salvador”, “Yahvé salva”; y la Iglesia vive para anunciar y hacerse en esta historia, signo de la salvación de Dios para todos los pueblos. Jesús vino a salvarnos; a veces pensamos que primero será el juicio y luego sabrá Dios que vendrá, si la salvación o la condenación. Pero Jesús vino a salvarnos, y lo que se diga de más es lo de menos.
En el pensamiento bíblico las palabras son sagradas. Es lógico, tomando en cuenta que en su origen el pueblo hebreo fue un pueblo del desierto; un pueblo de nómadas que, teniendo que moverse continuamente no podían llevar consigo muchas cosas, pero sí podían llevar en el corazón muchas historias, sus historias, las historias de su pueblo, las que los ancestros contaban, y contándolas, afuera de las tiendas, antes de dormir, entre el aire tibio de la tarde, vestidos con la lana de sus ovejas, alrededor del pan y con un vaso de vino entre las manos; se sabían parte de ellas y les deban vida. La palabra daba vida, Dios lo había creado todo con su Palabra: “Y dijo Dios… y se hizo… y vio Dios que era bueno”, así es como narra el génesis el origen de todo. El Discípulo Amado de Jesús lo dirá magistralmente: “En el principio existía la Palabra, la Palabra estaba con Dios, la Palabra era Dios… la Palabra se hizo carne, y plantó su tienda entre nosotros.” Escribe Jabés:
Tú callas, yo era.
Tú hablas, yo soy.
Dios nos pronuncia, nos dice y diciéndonos nos da vida y, como Jesús, ¡somos sus palabras! Dios nos narra, y narrándonos vivimos; Dios narra sus sueños y nosotros los vivimos entre sudores y lágrimas, entre risas y abrazos. Si nos ponemos poéticos y teológicos, el sentido de nuestra vida consiste en que ser lo que Dios pronuncia. En la mentalidad de nuestra época y del mundo en que vivimos, somos alguien hasta que nuestro nombre es reconocido por los demás. Si nuestro nombre no dice nada a nadie, es que todavía no somos alguien.
De niño,
cuando por primera vez
escribí mi nombre,
fui consciente
de que empezaba un libro.
Ser, como se dice, una persona de éxito. Pero a los ojos, a la luz de su Palabra, el nombre que tenemos es el de hijos, y como hijos, lo que se espera de nosotros es que nos parezcamos a nuestro Padre; el nombre de hijo, el único que importa, se nos dio en el bautismo, y los demás nombres, los títulos que ganemos en este mundo seguro que no aparecerán en el Libro de la Vida.
Hacer nacer al libro implica morir en el libro para luego nacer de él, afirmó alguna vez Edmond Jabés. Como escritor, se entiende que escribir implica mucho esfuerzo y disciplina; implica haber leído mucho, en libros y en la vida; exige tener algo que decir, que valga la pena para más de uno, porque no se había dicho antes, o no de esa manera, o más clara o más bella; significa tener claro lo que se va a escribir, pero sobre todo, lo que no se va a decir; significa pensar las palabras que usaremos, con mucho respeto, optar por unas y dejar otras a un lado. Hasta que el libro está termino, y cuando es leído por otros ojos, dejar al lector que se pregunte y se responda a sí mismo saber quién lo escribió y si vale la pena recordar su nombre. Cuando vi por primera vez mi nombre en pensé que ya tenía ganada la inmortalidad, pero la gloria del escritor la da el lector.
Sueñas con tener un lugar en el libro, y al punto te conviertes en una palabra compartida por ojos y labios.
Tener un lugar en el Libro de la Vida supone ser una palabra compartida por los ojos y los labios de Dios, y también por los ojos y los labios de la humanidad. Tener un lugar en el libro de la Vida es lo mismo que alcanzar el cielo; significa vivir en plenitud, ser alguien para la gloria y para la eternidad; hacernos de un nombre; más aún, hacernos dignos del nombre de “hijos” que Dios nos ha regalado. Significa que nuestra vida sea digna de ser recordada y recontada una y otra vez, pero no de cualquier manera, sino como ha sido recordada y recontada la vida de Jesús; significa hacer de nuestra vida un evangelio, una buena noticia de amor y salvación para todos; significa ser palabras de comprensión, de misericordia, de reconciliación, de curación; ser palabras, no sólo decirlas; palabras que ayuden a los silenciados a recuperar su historia y narrarla en clave de salvación; significa bautizarlos, es decir, sumergirlos en el amor de Dios, que nace nuevas todas las cosas.
La historia por excelencia es la historia de Jesús, la Palabra de Dios por excelencia es Jesús. Llegar al cielo, alcanzar la gloria, tocar la plenitud es vivir como Jesús, aunque implique morir. Es más, amar como Jesús siempre implicará morir, como muere el escritor para hacer nacer el libro, si es que quiere vivir de Él. Un día preguntó Mafalda a Miguelito, que veía hacia arriba, parado a mitad de parque: “¿Qué hacés, Miguelito?” “Trato de ver a mi tatarabuelo. Según mi mamá, mi tatarabuelo se fue al cielo a los noventa años.” “¡Pero hombre!”, le replicó Mafalda, abriendo los brazos, “el cielo es enorme y quién sabe por dónde anda tu tatarabuelo”. “Bah, por aquí nomás”, respondió Miguelito, convencido, “a los noventa años nadie puede tener mucha autonomía de vuelo.”
Celebrar la ascensión de Jesús al cielo no es recordar un recorrido geográfico, es celebrar que la plenitud consumada en su vida, la que ha sido recuperada por el Padre y por su Iglesia; es celebrar que su nombre fue digno de ser recordado porque vivió y amó como nadie más lo había hecho; es celebrar que no sólo que no merecía que su nombre fuera olvidado, sino que Dios ha rescatado su Nombre, su Vida, de la vergüenza y de la injusticia, en que había sido sepultado, y que ha puesto su nombre por encima de todo otro nombre. Significa pronunciar el nombre del Señor y experimentar su vida dentro de nosotros y entre nosotros mismos, invitándonos, alentándonos a escribir nuestra vida como Él escribió la suya, a vivir como Él vivió, a morir como Él murió, amando como Él amó y así alcanzar su misma plenitud. A hacernos de un nombre como el suyo.
Nacer es buscarme un nombre,
hallarlo ya es morir.
Llegar al cielo es contemplarnos pronunciados, tiernamente, por los labios del Señor.
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