Pentecostés 2020
“Dicen los viejos que en otro tiempo no había fuego en el mundo, y todos los seres se reunieron para ver cómo podían conseguirlo.” Es el inicio de “El sapo y el fuego”, cuento de Felipe Garrido, de su antología Conjuros. Es como un bella y alternativa versión del mito de Prometeo, el titán que se compadeció de los seres humanos y robó a Zeus el fuego del Olimpo y lo entregó a los humanos. Pero el robo desató la ira de Zeus, y castigó a Prometeo encadenándolo en una montaña, para que un buitre comiera a picotazos su hígado durante la noche; el hígado se regeneraba en el día, y la tortura se repetía infinitamente, inmisericordiosamente, hasta que Hércules suplicó a Zeus, y éste levantó el castigo, pero convirtió en anillo el grillete que sujetaba a la roca a Prometeo, para que nunca olvidara la esclavitud a que lo había condenado la terrible ofensa de su robo.
El cuento de Garrido es mucho menos cruel. Y mucho más bonito. La paloma, el cuervo y el perro se ofrecen a ir por el fuego. También el sapo. Pero la paloma, el cuervo y el perro se burlaron de él. Ninguno de ellos, sin embargo, pudo acercarse a la casa del dios del fuego, porque éste, cuando se enteró y lanzaba escandalosamente rayos y truenos. Mientras tanto, el sapo nadó debajo del agua y se robó el fuego, y llamó a sus hijos, y de pronto había miles de sapos que cantaban llevando pedacitos de fuego, que escondieron en el pedernal y en las ramas.
En el Evangelio no hay necesidad de robar el fuego. Dios nos lo regala. El Padre nos da su Fuego, su Viento, su Soplo de Vida, su Amor. Nos lo ha dado en su Hijo; y su Hijo nos lo ha hado también; todo, su vida entera. Nos dio su Espíritu en la Cruz y en la mañana de Pentecostés, que fue el mismo día de la cruz, y la misma mañana de la resurrección, y también cincuenta días después, y no hay contradicción porque para el Amor ya no existe el tiempo y cada instante es una chispa de eternidad.
El fuego da libertad. A diferencia de lo que pasó con Prometeo, nosotros recibimos el Fuego en el bautismo y con él el Señor destruye los grilletes que nos esclavizan, los que nos pone el mundo y los que nos ponemos nosotros mismos. No llevamos anillos de bautismo, pero nos hacemos lámparas de barro, portadores de Vida y Libertad.
Para vivir del Fuego no necesitamos titanes como Prometeo, sino humanos como Jesús, mujeres y hombres que viven de la ardiente Pasión del Fuego de Dios que llevan en su corazón. La Iglesia vive para comunicar este Amor, humilde pero alegremente, como los sapos del cuento de Felipe Garrido, como hijos muy amados del Padre que se comunican el Fuego de Dios de mirada a mirada.
Lo descubrí, lo comprendí, lo experimenté en la foto donde estoy yo con mi papá hace muchos años, cuando yo era un niño de unos tres años, en el mar infinito que empieza en Acapulco, la playa de los chilangos, y termina en la eternidad de las playas de Dios; yo estoy sentado sobre su pierna izquierda, me sostiene con su abrazo, y se ve que me mira con un amor para el que no encontré ninguna palabra. Pero viéndola, supe que es la mirada de Dios, la mirada de Jesús.
Cuando fui a la consulta del Dr. Muñoz, me tomó la presión de los ojos, me avisó que me daría un toquecito en los ojos con el aparato en el que me pidió colocar el rostro. A través de las miradas de amor, de compasión, de misericordia, Dios mismo toca nuestros ojos y a través de ellos nos toca el corazón, lo quema, cauteriza las heridas y limpia las miradas.
La vida de la Iglesia, confesamos, se sostiene por la acción del Espíritu Santo; por eso la vida de la Iglesia es un intenso juego de miradas a la luz del Fuego de Dios, y no desde las distorsionadas sombras de las falsas luces de nuestro Ego herido. Algo tiene, sin duda, la mirada de Dios, que purifica la paja para que brille el oro, y destruye la muerte, para que brille la vida plena.
Escribió Edmond Jabés: “Dios murió por haber creído en su mirada.” Pero Dios resucitó gracias al Amor de esa misma mirada. El Amor de su Fuego, cuyo nombre es Ruah, la Espíritu Santo.
“Si al menos uno supiera…” suspira el marino ilustrado, “el nombre de las ilusiones, uno podría conservarlas”. Porque el nombre de las coas es una manera de tomarlas, dice a su compañero de copas, el profesor aprendiz de poeta. “Uno dice “mar” y el mar es nuestro”, asevera el profesor, pero el marino acota: “No es tan sencillo”, puesto que no fuimos nosotros quienes pusieron el nombre al mar, y moriremos, mientras que el mar seguirá, permanecerá. Y luego se pregunta: ¿Quién es el mar? ¿Quién soy yo? ¿Quién es Mi sirena?
Mi Sirena es de Fuego y de Mar, se responde. Porque sólo el fuego y el mar pueden mirarse sin fin. Las ilusiones no tienen nombre; pero el Amor de Dios, sí. Tienen nombre y rostro y mirada, las del Espíritu Santo que habita en nosotros.
Nosotros fijamos la mirada en los detalles, en lo que vale la pena recordar, aprehender, capturar, porque no somos capaces de capturarlo todo en un instante. Pero, como el fotógrafo de mirada sensible, buscamos siempre el detalle más hermoso, el más lleno de contenido, el que tiene la virtud de desatar en el corazón y en la memoria la totalidad de lo que no se ve. Es la lógica de Dios, la lógica de la encarnación y la lógica de la salvación, que es una lógica de rescate.
Dios dejó su eternidad para venir al tiempo, dejó la divinidad para asumir nuestra carne; el hombre Dios se hizo varón, el varón Jesús que vivió y predicó, pero sólo conservamos el recuerdo de algunas acciones y palabras, que se comunicaron de boca en boca, y de éstas sólo algunas se pusieron por escrito. De lo escrito algo apenas se conserva en el corazón. Ahí se sigue el camino de regreso, el de recuperar lo que está alrededor de los recuerdos, las miradas olvidadas, las personas que habíamos hecho a un lado, hasta que nos encontremos con la mirada tierna y plena, que nos dio a luz el primer día, y que con la que nos encontraremos en el último, que será un nuevo primera día.
De cualquier manera, siempre quedará el Espíritu, la Vida que no se acaba; el Amor que da Libertad, el Amor que brilla como el Fuego, la Vida que se extiende como el Mar.
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