Lucas 20,27-38
“Ayer resucité. Y estuvo bien”. Es el inicio de la novela La vida en las ventanas, de Andrés Neumann, jovensísimo escritor argentino. Es bueno escuchar de vez en cuando que usamos la palabra “resurrección”; es una pena que casi siempre sea en sentido metafórico y poco en su sentido real. Quizá, porque —al menos es lo que refleja la estadística de religión para México, del Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana (IMDOSOC), del año 2015—, la mayor parte de los católicos mexicanos no creen en la resurrección. Yo creo firmemente en la vida después de la muerte, y puedo apostarlo, sabiendo que, si pierdo, no habrá quién me cobre la apuesta. Que haya vida más allá de la muerte es tema sobre lo que han escrito filósofos, teólogos y científicos creyentes y no creyentes, con las razones que la hacen creíble y esperable. Lo cierto es que, con vida o sin vida eterna, vamos a morir. Sólo por eso vale la pena preguntarnos qué sentido tiene nuestra vida; mejor aún, qué sentido le damos a nuestra vida.
Quizá porque no sólo ya la mayor parte de los católicos mexicanos, sino de la humanidad en su conjunto, no cree en la vida más allá de la muerte, es que aspiramos a la inmortalidad de esta vida biológica. Algunos científicos aseguran que para el 2047, gracias a la ciencia, alcanzaremos la inmortalidad. No basta con mejorar la salud, ni con lograr comunicaciones telepáticas, o con visión tridimensional en nuestra vista interior, como si trajéramos la tele dentro del ojo. El problema es que tanto la tele interna, como la comunicación telepática, e incluso la inmortalidad, estarán al alcance de cualquiera, siempre y cuando ese “cualquiera” tenga el suficiente dinero para comprar la inmortalidad.
En La vida en las ventanas, Net, el protagonista adolescente de la novela, observa las azoteas de sus vecinos. La ropa que tienden, especialmente la ropa interior, dice más que lo que dicen con sus palabras cuando platica con ellos, que no platica mucho. Observa que una mujer de relativa edad utiliza calzones de dimensiones bíblicas, con sostenes que parecen un gorro de baño —dos gorros, en sentido estricto—, mientras que su esposo utiliza calzones diminutos, elásticos y de color rojo, de un atrevido que no combina con el pudor de su esposa, de lo que deduce que, mientras ella lava y tiende amorosamente los calzones del marido, éste se empeña en complacer a una mujer más joven. Hay también un vecino, meticuloso, que tiende su ropa por colores, tamaños y tipo. Vive solo, porque —deduce Net—, nadie podría dormir con una persona que desconfía del azar.
Hasta lo que vestimos nos delata, y a veces lo que no decimos dice más que lo que sí decimos. Los saduceos que fueron con Jesús no sólo no creían en la resurrección. Tampoco creían en la mujer, ni en la igualdad de todos los hijos de Dios. Podrían haber preguntado de otra manera, pero usaron a la mujer. Delataron la creencia de aquella época, según la cual la mujer es propiedad del varón, de su marido; ¿quién de los siete hermanos será el dueño de la mujer?, ésa, en el fondo, es la pregunta. En ese nivel, la respuesta de Jesús es: “De nadie. En el Reino de Dios, los hijos de Dios no son propiedad de nadie, son libres, como los ángeles.” ¿Te imaginás a una mujer presidente de la nación, Felipe?”, preguntó Mafalda. “¡Dios nos libre!”, respondió Felipe. Susanita, que fue testigo de la escena, encaró a Felipe: “¡Mirá, para que sepas, las mujeres somos más inteligentes que los hombres! ¿Oís?” Y, levantando la voz y la mano, continuó: “¡Y más buenas y más nobles! ¿Sabés?” Y ya, en plan fúrico, le espetó: “¡Y más dulces y tiernas! ¿ENTENDÉS?” Huyendo, Felipe se dijo a sí mismo: “¡Después dicen que las mujeres son difíciles de entender!”
Ya puestos a reflexionar, habría que pensar seriamente qué clase de humanidad somos, si aún nos dividimos entre humanos de primera y humanos de segunda, qué clase de mundo seremos si sólo los ricos pueden comprar la inmortalidad y los pobres están destinados a morir. En realidad, no sé por qué no nos duele que la división esté tan campante entre nosotros, porque si no fuéramos una humanidad dividida en primera y en segunda, ¿por qué hay gente que come todos los días, y gente que no sabe cuándo volverá a comer?, ¿por qué no todos tienen casa y descanso?, ¿por qué hay niños que se dan el lujo de no hacer tarea y hay niños para los que asistir a la escuela ni siquiera es opción?
En Dinamarca, los niños y adolescentes entre 6 y 16 años dedican una hora a la semana a la clase de Empatía. Para aprender a comprender y a relacionarse con los demás desde la empatía, desde la compasión; para aprender a vivir la solidaridad. Es una desgracia que el sistema educativo generalmente busque hacer de nosotros personas más eficientes, según la lógica industrial y de mercado. Pero ser más eficiente no significa ser mejor persona. Hemos dado prioridad a la eficacia, a las matemáticas, a la ciencia aplicada; a las materias de eficiencia, ganancia y competencia; y cada vez hacemos más a un lado las humanidades y las artes, las que nos llevan a la empatía, a la compasión, a la fraternidad.
No estaría nada mal volver al Evangelio y descubrir que la compasión es la única puerta para acceder a la salvación. Que nadie se salva a sí mismo; que en el Evangelio, la única vida que vale la pena ser rescatada es la vida entregada a la salvación de los demás; que la única salvación verdadera a la que puedo esperar viene de otros, no de mí mismo. No estará de más, entonces, pensar, si no tenemos algo mejor en qué pensar, qué dicen de nosotros mismos los calzones que traemos puestos; y si morimos mañana, qué de nuestra vida rescatarán los que nos sobrevivan en la historia; qué rescatará de nosotros el Señor en su juicio.
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