Lucas 18,9-14
Sucedió en Buenos Aires, Argentina. Leí la noticia la semana pasada, y casi se me desencajó mi sonriente quijada, como el policía aduanal de Coco, la película; se me subieron los colores al rostro y vinieron a mi corazón varias preguntas. Una pareja gay adoptó a una niña de pocos meses de nacida. Es una historia común, en México y en Argentina, y creo que en casi todo el mundo donde hay libertad de expresión, que grupos que defienden ciertos valores se manifiesten en contra de que las legislaciones estatales aprueben la posibilidad de que las parejas del mismo género adopten niños, por las más diversas razones: por el equilibro psicológico, por la necesidad de que los menores cuenten con figuras de referencia tanto masculina como femenina y, en el plano religioso, porque es el plan de Dios y la pareja hombre-mujer la única querida por el Creador para la comunicación de la vida. Hubo previamente —y sigue habiendo— debates, marchas y protestas para que a estas parejas no se les permita la unión civil reconocida jurídicamente hablando, y se resisten a que se use la palabra “matrimonio” por razones etimológicas. Y es una pena el nivel del debate filológico en este sentido, porque las palabras nacieron para que nos entendiéramos, no para que nos dividiéramos.
La razón de mi sonrojo y de mis preguntas no fue, por supuesto, la adopción de una niña por parte de una pareja gay. La verdadera noticia para mí fue que esta niña fue ofrecida a dicha pareja luego de que diez parejas heterosexuales, casadas por la ley y por la Iglesia, respetables social y religiosamente, rechazaran adoptarla. Una tras otra. La bebé nació con VIH, y fue la razón por la que su madre tampoco la quiso y la dio en adopción. Fue entonces que la oficina gubernamental correspondiente ofreció la niña a la pareja gay. Tenían tiempo esperando la oportunidad. Aceptaron inmediatamente. Cuando fueron advertidos que había un “problema” con la niña, el VIH, ellos reviraron: “¿Y cuál es el problema?” Aceptaron con la misma convicción. Sigue pasando lo que observó Jesús en su tiempo y por lo cual contó la parábola: fariseos que se sienten superiores a los demás por su impecable conducta, y publicanos, pecadores que con humildad piden compasión, y son generosos para darla a los demás cuando se requiere.
Hace tres semanas, en la primera sesión del Sínodo Panamazónico, el Papa Francisco comentó que le había dado vergüenza el comentario burlón que escuchó en misa el día anterior, en la inauguración de dicho sínodo. De alguien que estaba cerca del Papa. Se burlaron de un líder indígena que presentó una ofrenda durante la Eucaristía, ataviado con plumas en la cabeza. El Papa preguntó a los asistentes al Sínodo: Decime, ¿en qué se diferencian las plumas del señor, del tricornio —el sombrero negro— que usan los monseñores de la curia? Los asistentes respondieron con un fuerte aplauso. Todavía no acabamos de entender que lo que traemos en la cabeza no nos hace mejores que nadie, pero lo que traemos en el corazón puede hacernos a todos mejores personas. Al inicio de su ministerio, Francisco dijo de sí mismo que sólo era un “pecador visto por el Señor con misericordia”.
Boris Cyrulnik, psiquiatra que escapó de niño de un campo de concentración nazi, cuando tenía seis años, afirma que las experiencias de tragedia nos mueven al altruismo. Cuenta que alguna vez, de voluntario en África con niños soldados, preguntando, se dio cuenta que éstos sólo querían ser cosas de grandes —si es que lograban serlo—: periodistas, para contar al mundo el dolor de los niños soldados; y médicos, para curar el dolor de los niños. Cuando da clases de psiquiatría, pregunta a sus alumnos qué más quieren ser. Les dice que necesitan dedicarse a otra actividad, como aprender a cantar o jugar en un equipo de futbol, para preservarse a sí mismos del dolor, porque el altruismo, si uno no se protege a sí mismo, termina por llevarlo a la depresión. El altruismo puede llevarnos a la depresión, pero la obsesión por la norma puede llevarnos a los escrúpulos, que enfrían el corazón. Y si la depresión nos lleva a morir, los escrúpulos nos llevan a matar.
Pedro Casaldáliga, Obispo que fue en las Amazonas de Brasil, afirmaba: “Me parece que es mucho más importante tener la última sensibilidad que la última palabra. El hecho de ponerse en la piel del prójimo y compartir su sufrimiento y su amor es seguir una de las actitudes más características de Jesús: la misericordia. Lo peor que puede pasar es perder esta sensibilidad que te hace estar al lado de los que luchan y sufren.” Lloró un día Guille con Mafalda: “¡Me duelen miz piez!” “Pero claro, Guille”, le respondió Mafalda viéndole los pies, “si te has puesto los zapatos al revés”. Se lamentó Guille intensamente: “¡¡Me duele el orgullo!!” ¿Qué les duele a los fariseos, el orgullo, la vanidad? ¿Qué les duele cuando no les duele el dolor de los demás?
Lo cierto es que la pequeña argentina —que por ironía de la vida o gracia de Dios, en los estudios médicos subsiguientes no presentaba ya el VIH—, un día crecerá y por eso me vinieron preguntas al corazón. Porque un día la pequeña crecerá y escuchará hablar del amor y de la bondad, ¿de quién aprenderá lo que son el amor y la bondad? Un día crecerá y la invitarán a una marcha “para salvar las dos vidas”, ¿de quién sabrá lo que significa salvar una vida? Un día escuchará hablar de Dios, ¿gracias a quién creerá que Dios es amor y que su nombre es Misericordia?
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