Lucas 17,5-10
—¿A poco los indios piensan?
Cualquiera pensaría que se trata de una pregunta hecha al inicio de la conquista, cuando el Obispo Las Casas se afanaba en demostrar que los indígenas eran seres humanos. Pero fue la pregunta que Francisco Larroyo, entonces Director de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Doctor en Filosofía, neokantiano, lanzó al joven Miguel León Portilla, recién graduado de Maestro, en California. León Portilla había leído allá las traducciones que del náhuatl al español hizo el P. Ángel María Garibay K. Por respuesta, Miguel León Portilla le recitó algunos de estos versos:
—¿Acaso somos verdaderos los hombres?, ¿acaso podemos decir palabras verdaderas?, ¿Acaso podemos dar un rumbo al corazón?
Y remató:
—¿No le parecen preguntas filosófico-poéticas?
Parece que al corazón humano, herido de pecado, le cuesta creer en lo pequeño, en lo débil, en lo pobre. ¿A poco piensan los indios?, ¿a poco los pobres tienen derecho a la felicidad, a la fiesta y a la esperanza?, ¿a poco los vencidos tienen derecho a la palabra y a contar su visión de la historia?, ¿a poco de la compasión y de la solidaridad puede venir la salvación para la humanidad, y no del poder? ¿A poco de la cruz puede brotar la vida?
Israel era un pueblo pequeño, pero tierna e infinitamente amado. Israel no existía. De un puñado de esclavos, Dios se hizo un pueblo de hijos libres, de hermanos. Pero Israel se dejó seducir por el poder y por lo grande, y receló de lo pobre, de lo pequeño y de lo sencillo. Dijeron de Jesús: “¿A poco de Nazaret puede salir algo bueno?” Y de Nazaret salió el Salvador. Parece un mal universal. Adela Cortina, la filósofa española, ha señalado que los europeos en general, y los españoles en particular, no tienen xenofobia, sino aporofobia; no temen a los extranjeros. A los futbolistas que llegan de fuera a sus canchas les pagan bien y les aplauden. Su miedo, en realidad, es deprecio a los pobres.
Fue el P. Ángel María Garibay Kintana quien acercó a Miguel León Portilla al pensamiento náhuatl, a su filosofía, a la riqueza de su cultura y a su visión de vencidos, al revés de la historia, que es donde se teje el evangelio. Los apóstoles creían que tenían poca fe, en Dios, en Jesús, incluso en ellos mismos. Pero la fe no es una cuestión de mucho o de poco. La fe es confianza. Y a la confianza hay que romperle el freno y dejar que corra libre desde el corazón y por la historia.
Kisko va a cumplir ocho años. Ya se prepara para recibir por primera vez la Eucaristía. Su catequista le ha pedido aprender de memoria el Credo de los Apóstoles. Como no puedo ir en contra de las indicaciones parroquiales que ha recibido, y sabiendo que la memorización es buena para la salud mental, le he dicho que se lo tiene que aprender, que lo recite dos veces antes de desayunar, dos veces antes de comer, dos veces antes de ir a la escuela y dos veces antes de dormir. Y también le he dicho que la fe es confianza, que tiene que confiar en Dios como confía en su papá, que lo cuida; también Dios lo protege. Le he dicho que confíe en Dios, como confía en su mamá, que le da de comer todos los días; también Dios lo alimenta. Que confíe en Dios, como confía en su padrino, que le compra sus regalos de cumpleaños, aunque se porte mal, porque el amor está por encima de todo; y también Dios nos ama por encima de nuestros pecados.
La fe es confianza en Dios y en nosotros, que somos su imagen y semejanza, y por eso podemos ser tan creativos y tan solidarios como Él; confianza en Jesús y en nosotros, que hemos sido bautizados, sumergidos en su Espíritu, en el cual vivimos, nos movemos y existimos. Por eso, en esta parroquia no oramos diciendo: “Te rogamos, Señor”, porque son los esclavos los que ruegan a sus amos; nosotros somos hijos y, como hijos, confiamos en el Dador de la Vida.
Esta mañana inició en el Vaticano el Sínodo por la Amazonía. Estoy seguro que será el inicio de una nueva manera de ser Iglesia o, mejor dicho, una vuelta al Evangelio y a la Iglesia de los primeros cristianos. La apuesta del Papa Francisco, creo, es una tremenda confianza en la fuerza de los pequeños y en la sabiduría de nuestros pueblos indígenas para salvar a la Iglesia, para salvar a la humanidad y al planeta en su conjunto con el Espíritu de Jesús, desde los últimos y desde los marginados, desde la comunión universal.
“Todos tenemos fecha de caducidad, como los yogures”, afirma Álvaro Niel, viajero incansable. Todos moriremos, hasta los grandes mueren. Pero no todos mueren igual. Los cementerios están llenos de soñadores, dice Niel. Tiene razón. Hay hombres que mueren lo mismo que sus sueños, que no se atrevieron a vivir. En Jesús crucificado aprendemos que no es grande ni vive mucho el que acumula muchos días, sino el que confía mucho, tanto que puede ser fiel en la cruz y desde ahí cambiar al mundo y de paso destruir la muerte.
Escribió el Rey poeta, Nezahualcóyotl: “¿Adónde iremos que la muerte no exista?/Mas, ¿por eso viviré llorando?” Hubo otro Rey poeta, David, del que la Biblia dice que cantaba de Dios, no de la muerte: “¿Adónde iré, lejos de tu rostro? Si subo al cielo, allí estás tú. Si me acuesto en lo profundo de la muerte, allí te encuentro”. Hasta en la muerte Dios está con nosotros. De hecho, nosotros, sus hijos no moriremos, resucitaremos. ¿Vamos, entonces, a no vivir, a no soñar que este mundo nuestro se parece cada día un poco más al Reino de Dios?
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