Lucas 14,25-33
Cierra los ojos. Imagina un espacio sin límites. Imagina los movimientos de una partida de ajedrez perfecta. Imagina que el número 4 pudiera decirse de muchas maneras diferentes. Imagina los acontecimientos infinitesimales que pueden conducir a que estalle la revolución en un país. Imagina una tribu que, por no saber contar, no planea nada que se prolongue más de un día. Imagina a Shakespeare descubriendo el número cero y las dimensiones de una ausencia. Imagina que pudieras leer un libro de una infinidad de maneras distintas.
Me llamo Daniel Tammet y soy sinestésico: percibo los números con colores y siluetas. En mi cabeza, contar es como pasear por un bosque. Tengo diagnosticado, además el síndrome del sabio: puedo aprender un idioma en una semana y recitar decimales del número pi durante cinco horas (por eso me dieron un Guinness). Los números primos poseen para mí la belleza de la poesía. Cada mañana me siento en mi escritorio y me pregunto: ¿y si…?
Esto lo leí en la contraportada del libro La poesía de los números. Cómo las matemáticas iluminan mi vida. Por supuesto, lo compré. Tendría, quizá que haber comprado sólo ese libro, pero compré los tres libros publicados por Tammet, nacido en Londres el 31 de enero de 1979. La verdad es que ni siquiera tendría que haber ido a la librería del Fondo de Cultura Económica ese día, pero tuve que ir a la Condesa, y llevaba el carro y no se me ocurrió otro lugar en donde estacionarlo que la librería. Por cierto que ese día me encontré con un muy conocido y polémico diputado de izquierda que me vio y me barrió y no me contestó el saludo que le di frente a su descarada mirada. Tendría que haberme quitado al menos el alzacuellos, que casi nunca uso, antes de entrar a la librería, pero no me lo quité. O tendría que haberle mentado la madre, pero no lo hice, porque soy muy humilde y además no soy majadero. O como dicen las abuelitas para disimular su picardía, o los niños para cuando tienen que reconocer sus travesuras: ¡namás poquito!
Tendría que haber caminado por otra sección de la librería, y no por la sección de divulgación científica, donde encontré los libros de Tammet, que puede aprender un idioma en una semana, y habla más de diez, y hasta se dio el lujo de inventar su propio idioma, y a mí me fascinan las vidas de las personas que son más inteligentes que yo, porque todavía no conozco a ni una, y saber que existen me conforta y me llena de humildad (es ironía).
Tendría, quizá que no haber leído El precio a pagar, de Joseph Fadelle, sobre su obstinación de convertirse al cristianismo luego de leer el evangelio, con la intención de refutarlo, y terminó seducido por Jesús; y a pesar de la incomprensión, de la persecución, de la tortura y del constante peligro de muerte, no renunció a pedir el bautizo, a ser admitido en la Iglesia, a salir huyendo de su país, a arrastrar consigo a su esposa y a sus hijos, también bautizados. Porque tal manera de vivir el evangelio me hace sentir vergüenza por mi propia manera de ser cristiano. Joseph tendría que no haber pensado que podía refutar una religión entera, pero lo pensó y terminó convirtiéndose.
Tendría —me digo cuando la vida se me ha puesto ruda— que no haber entrado en la congregación. Cuando hago el repaso de mis errores y de mis fracasos, que no han sido pocos, por supuesto que me he dicho: Tendría que no haber sido sacerdote, ni religioso; tendría que no haber aceptado ser formador; tendría que haber dicho “no” cuando me pidieron ser párroco; tendría que haberme quedado en una tranquila vida de estudio y de oración. ¡Y listo! Todo fácil. Tendríamos que no haber salido de compras ese día ni a ese lugar, justo a esa hora, cuando un loco salió a disparar a diestra y siniestra con su odio racista, cuando el borracho se puso a manejar, o el imbécil se pasó corriendo la calle aunque estaba el alto.
Tendría que. Una frase que usamos muchos, como el “hubiera”, cuando las cosas no nos van como imaginábamos. Tendría que haber no fumado tanto; tendría que haber hecho más ejercicio; tendría que haber estudiado más para el examen. O de una vez por todas, el tajante: “¡tendría que haber no nacido!” Pero esto lo decimos porque tenemos la imaginación muy estrecha y no nos hemos puesto a imaginar, como Tammet, con toda la potencialidad y el ilimitado alcance de nuestra imaginación. Por eso hacemos cálculos con números sin color ni espíritu. Calculamos con nuestros números, con nuestras fuerzas y con nuestra desangelada imaginación, en vez de hacerlo con los números, las fuerzas y la colorida e infinita imaginación de Dios, a cuya imagen y semejanza fuimos creados, y en quien vivimos, nos movemos y existimos.
Tendríamos, si nos atenemos a la contundencia de las estadísticas, tendríamos que reconocer que las posibilidades de que naciéramos eran mínimas, pero nacimos. Las posibilidades de que exista vida inteligente en el universo son infinitas, calculamos y, sin embargo, ni la hemos encontrado ni hemos sido encontrados por ella. Pero seguimos en búsqueda. Tendríamos que haber muerto en este o en aquel accidente, pero sobrevivimos. Jesús tendría que haber tenido una vida justa, y tuvo una muerte injusta. Tendría que haber tenido muchos amigos, fieles y generosos, y de ellos, sólo una mujer, Magdalena, y el Discípulo Amado estuvieron con él hasta la cruz. Tendría que estar muerto, pero está vivo, resucitado, glorificado.
La imaginación de Dios nos desborda. Seguir a Jesús es una cuestión más de imaginación y de poesía que de fuerza. Porque de poder, no podríamos. ¿Formar una familia con la humanidad más allá de la carne y de la sangre? ¿Hermanarnos con los pobres y con los últimos, con los pecadores y con los distintos? ¿Compartir la mesa y la comida con los excluidos y los minoritarios? ¿Beber de la misma copa con los que nos han hecho daño? ¿Amar a los enemigos? ¿Renunciar al poder del dinero en una sociedad donde todo se compra y se vende al mejor postor? ¿Renunciar al poder de la violencia en una sociedad donde la violencia parece ser el requisito de la sobrevivencia? ¡Parece cosa de locos!
Creo que todos los que estuvimos ayer acompañando a Hommy, mi ahijado, en su cantamisa, nos quebramos cuando él, apenas iniciar la Eucaristía, nos invitó a celebrar agradeciendo el don de la vida y de la vocación, y nos dijo que además él quería ofrecer la celebración por su papá, que murió hace un par de años. Y no pudo no llorar, y no podía seguir hablando, y durante segundos o minutos que se sintieron como horas, parecía que no podría continuar, ni mucho menos terminar, lo que apenas estaba iniciando. Pero con la fuerza del amor, que le venía de lo profundo de su corazón, y de la eternidad de Dios, en la que descansa su padre, como el mío, limpiando sus lágrimas, no reprimiéndolas, Hommy, continuó la misa.
Así nos pasa a todos. Que parece que no podíamos, y pudimos. Hasta cuando parece que fuimos derrotados por la muerte, el amor de Dios, la fuerza de Dios, la imaginación de Dios, nos ha rescatado y nos ha plenificado, pudiendo para nosotros lo que parecía imposible.
¿Vivir como Jesús, cargando día a día la cruz de la burla y la vergüenza por tratar de ser fiel y vivir a contracorriente? Vivir así, como cantaba Camilo Sesto, que ya de Dios goza, vivir así es morir de amor. Parece imposible. Parecía imposible que Dios nos amara como nos ama. Hasta que lo experimentamos en carne propia y parece que es Jesús, y no Camilo Sesto el que nos canta:
Un amor como el mío no se puede ahogar
como una piedra en un río.
Un amor como el mío no se puede acabar,
ni estando lejos te olvido.
Y no se puede quemar, porque está hecho de fuego.
Ni perder ni ganar, porque este amor no es un juego.
“¿Quieres ser mi amante?” se llama la canción. En Jesús sería: ¿Quieres seguirme, hasta la cruz?”
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