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Un mediodía, de domingo y julio

Lucas 9,51-62

No siempre quise ser sacerdote ni misionero josefino. Lo quise muchas veces, desde niño. Sin saber a ciencia cierta si lo sería, tomé la decisión de intentarlo un mediodía de domingo y julio, en la moderna Catedral de Ciudad Obregón, en Sonora. Afuera hacía un calor de 42 grados; adentro, el aire acondicionado lograba un ambiente agradable. Afuera y adentro son categorías fáciles cuando hablamos de lugares. Pero cuando se habla del corazón y de la voz de Dios, afuera y adentro se confunden; ahí no hay programa de Plaza Sésamo que valga. ¿De dónde venía la voz que yo escuchaba y que decía “Sígueme”, del sacerdote revestido de verde que proclamaba la Palabra en el ambón, al centro, uno poco a la izquierda; o de dentro del corazón de ese joven de 20 años, de bermuda azul y playera tipo polo color hueso, que escuchaba de pie con los ojos cerrados?

Pienso en Simón Pedro y en su hermano Andrés, en Santiago y su hermano Juan, los hijos de Zebedeo, que escucharon esa misma voz diciendo esa misma palabra: “¡Sígueme!”, bajo un sol de media mañana, o de media tarde, el aire denso, a la orilla del lago de Galilea, preguntándose cómo es que seguía resonando esa voz en su interior, como un eco interminable, si aquel hombre moreno de Nazaret, de manos rasposas de hombre trabajador y peinado y mirada risueña de niño hacía rato que se había callado, pero no se había ido, esperando una respuesta. Un día, espero que muy pronto, podré ir a caminar a la orilla de ese mismo lago, para cerrar los ojos, sentir el viento en la cara y escuchar la misma voz, con las mismas palabras, dentro y fuera de mí: “El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios.” 

¿Quién decía, aquel mediodía de domingo y julio, “Te seguiré adonde quiera que vayas”, el sacerdote de verde, o el joven de azul y hueso? ¿Dónde escuchó Jesús mi voz, como uno más entre todos los que ahí estábamos, o dentro de mi corazón apresurado que respondió con la prisa de los temerarios? ¿De dónde venía la repentina sensación de frío, del aire de la catedral, o de la filosa claridad de las palabras que decían: “Los zorros tienen guaridas, y las pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”? 

Le preguntó el psiquiatra a su paciente: “¿Escucha voces internas?” Y el paciente escuchó en su cabeza: “¡Dile que no, dile que no!” ¿Estamos locos cuando Dios nos habla, cuando el corazón sigue latiendo con la fuerza y la libertad que le insufla la voz que le dice, dentro y fuera: “¡Deja que los muertos entierren a los muertos!”? Parece locura, seguir a Jesús sin mayores garantías que su palabra. Parece locura dejarlo todo, y no lo digo ya sólo por la vocación de sacerdote o religiosa. Pedro y Andrés, Santiago y Juan no soñaban con ser Obispos, ni Jesús los llamó para ser la jerarquía de la Iglesia. Los invitó a seguirlo y a anunciar el reino de Dios, a pesar del miedo, que rasga el corazón como una navaja fría; a pesar del sol, que pesa como la cruz y oprime tanto que no deja respirar. 

A pesar del miedo y de la cruz. Pero no sin miedo ni sin cruz. Con absoluta confianza en su palabra, y en entera libertad, frente a la seguridad y la comodidad de lo que depende de nuestras manos y de nuestras decisiones. El matrimonio cristiano es también confianza y libertad como también miedo y cruz. Seguir a Jesús implica renuncia y valentía para no disfrazar la cobardía de piedad y no usar ni la memoria de los muertos ni la supervivencia de los vivos como pretexto para no confiar en Jesús. Sin pretensiones, con humildad. Nadie puede seguir a Jesús si no es sostenido y confortado con su Palabra y con su misericordia, con la fuerza de su Espíritu. 

Seguir a Jesús no es un privilegio que dé estatus y poder. Pedro no aspiró a poner a todos los seguidores de Jesús bajo su potestad. Pero fue invitado por el Señor, si en verdad lo amaba, a cuidar y alimentar a sus hermanos. El rebaño le fue confiado para apacentarlo, no para someterlo. Y aprendió a comer sentado entre los gentiles, como su Maestro. Pedro aseguraba jamás abandonar a Jesús. Pero Pedro falló, se sintió fuerte; y además de fuerte, único. Y huyó como los cobardes, y reclamó exclusividad como los soberbios. Santiago y Juan fueron invitados a dejar a su Padre, su embarcación pesquera, y a pesar de que sus compañeros discípulos no pudieron no curar al joven epiléptico que les fue presentado por su Padre cuando Jesús estaba en el Tabor; testigos de la inclusión, la generosidad, la compasión y la misericordia de Jesús con mujeres y hombres, con niños  y adultos, con nacionales y extranjeros, con puros y con impuros, con justos y pecadores, con todo, se sintieron con el derecho de someter a fuego a los samaritanos, que no quisieron recibirlos. 

No es casual la concatenación de estas escenas. ¿Lograrían sentir, al menos un poco de  vergüenza los hijos de Zebedeo, viendo que a Jesús se le sigue en libertad y sin privilegios, escuchando que el hijo del hombre no tiene ni una piedra para reclinar la cabeza en las noches? ¿Tendrían la madurez y la libertad suficientes para dejarse tocar nuevamente el corazón y aprender a decir con más humildad y menos presunción: “Te seguiré adonde quiera que vayas”? Es triste y vergonzoso cuando los principales obstáculos para seguir a Jesús y aceptar vivir según los valores de su reino, somos los que decimos seguirlo y vivir para anunciar su reino. Es triste. Pero quien nos usa de excusa para no seguir al Señor es como quien pone la mano en el arado y mira hacia atrás. La mirada se pone siempre en el Señor, en su corazón compasivo y entrañable, misericordioso. En su amor, que hace nuevas todas las cosas; en su Espíritu, que vuelve carne los corazones que eran piedra; en su futuro, que es de vida y vida en abundancia. 

—Mira qué linda piedra encontré, Manolito—, le dijo Mafalda, caminando por la calle.
—¿Linda? Es una piedra, ¿qué tiene de lindo?—, respondió extrañado Manolito, contemplando fijamente la piedra.
—Y el color, la forma… ¡es linda!—, respondió Mafalda.
—Pero tiene… color y forma de piedra. ¿Eso es lindo?—, replicó él.
—Para mí, sí —dijo ella—. ¿Para vos no?
—¿Para vos, sí?— Preguntó Manolito. Ambos se vieron mutuamente, sin comprenderse, y se fueron cada uno por su lado, pensando del otro: “¡Pobre!”

Es una pena que viendo lo mismo no veamos lo mismo. Es una pena que viéndonos unos a otros, unos vean piedras feas, pecadores, sin luz ni color, y otros vean hermanos igualmente amados por Dios, valiosos por sí mismos, dignos de ser servidos y salvados. Es una pena que las descalificaciones vengan por sentirnos superiores o mejores a los demás. ¿Quién nos dio derecho de exclusividad y de exclusión? ¿A qué hora nos subimos al ladrillo para ver a los demás por encima del hombro? ¿Será que podamos volver al momento inicial, a la orilla del lago, en que la voz de Jesús nos invitó a seguirlo, y lo dejamos todo, para anunciar y vivir como él, el Reino de Dios desde la inclusión, el perdón, la curación y el compartir fraterno? Es pregunta que suena dentro y fuera del corazón, en cada rincón de la historia.

El gran showman es la película musical que cuenta la historia de P.T. Barnum, fundador del circo que lleva su nombre. Para su fundación, Barnum reclutó a la mujer barbuda, al hombre más pequeño del mundo, y demás celebridades. Al principio se negaron, siempre se habían reído de ellos. “De todos modos se ríen de ustedes”, los desafío Barnum, y aceptaron. Al cabo del tiempo, tras un incendio provocado, fueron ellos a buscar a Barnum.
—Se van a reír de ustedes—, les respondió él.
—De todos modos se ríen. Pero tú nos hiciste familia—, le contestaron.

Hay gente de la que siempre nos reímos. La marcha de ayer es un buen ejemplo. Algunos ni siquiera quisieran verlos en el templo. “Se van a reír de ustedes”, les diría Jesús. “De todos modos se ríen. Pero tú nos hiciste familia”, le responderían. Nos da por reírnos lo mismo que a unos en otro tiempo les daba por querer bajar sobre ellos fuego del cielo. Mucha pretensión, cuando lo único que quiere Jesús es que lo sigamos para estar con él y anunciar el Reino, que básicamente consiste en hacernos familia, todos.


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