Domingo de la Santísima Trinidad
Está escrito en más de una pared de la ciudad que uno siempre vuelve a los lugares donde fue feliz. No sólo geográficamente. El corazón también sabe de viajes, y a él no le importan las leyes de la física que hacen imposible viajar en el tiempo. A mí me ocurre con frecuencia. La muerte, el lunes pasado, de Pepe Bustos, la risueña y extravagante cabellera cada vez más blanca de la Sonora Santanera, me llevó al cuarto de mi infancia, un domingo por la mañana, me sacó al patio, me hizo subir las escaleras negras de metal, con algunos peldaños mal soldados, y entrar por la cocina de mi tía Caro al comedor, a la barbacoa traída de Mixcoac por mi tío Jorge y mi papá, mientras las bocinas adornaban el aire con el ritmo de “Perfumes de Gardenias” y las “Luces de Nueva York”.
Una mañana se peinaba Manolito frente al espejo, muy enojado, quejándose: “¡Los principales ríos del mundo! ¿Para qué corchos tenemos que aprender los principales ríos del mundo?” Y mientras se vestía el uniforme: “¡Todo por esa maldita manía que tienen de andar poniéndole nombres al agua!” Y mientras caminaba hacia la escuela: “Toda la tarde de ayer estudiando, ¿y para qué? ¡Sí, ya sé: la cultura esto y la cultura aquello!”. Y deteniéndose, con la misma cara de contrariedad: Pero el día de mañana… ¿qué utilidad puede reportarle a uno haber aprendido que el Éverest es navegable?”
A veces pienso que cuando hablamos de Dios, cuando lo confesamos como Trinidad, nos pasa como a Manolito. Estudiamos mal la lección, nos aprendimos el dogma pero se nos olvidó la experiencia. Confundimos el agua con el vaso, o el vino con la botella, si nos queremos poner elegantes. Basta escuchar las oraciones que a veces rezamos para darnos cuenta que no aprendimos bien la lección, aunque traigan “imprimatur” ¡desde hace trescientos años! Lo primero que tenemos que aprender es que a Dios sólo lo podemos experimentar cuando ya pasó y, como Moisés, sólo verle la espalda. Porque Dios no es algo que podamos atrapar y estudiar como atrapamos y estudiamos las flores y los insectos. A Dios lo conocemos por las huellas que ha dejado en todo cuanto existe. Y todo lo refleja, porque en Él vivimos, nos movemos y existimos”.
De Dios sólo conocemos sus rumores. No podría ser de otra manera. Así dice la oración del jesuita Baltazar G. Buelta:
Me bastan
los reflejos del sol temblando
en la bóveda del puente,
el frescor del pozo
subiendo desde el agua inaccesible,
la música del viento nocturno
entre las hojas intocables de los pinos,
el perfume fugitivo
que se deshila en el jardín,
una gota de dignidad
deslizando su dulzura
en mi garganta. ¡Me bastan!
No puedo contemplar
el sol de frente,
ni vivir sumergido
en el fondo de las aguas,
ni pulsar con mis manos
la sonora compañía de la noche,
ni perfumar de fiesta
todas las rutas ajadas de la vida,
ni adelantar un solo segundo
el brindis de todo el universo.
¡Me bastan los rumores
que te acercan y te esconden!
¡Me bastan tus rumores!
Le decía un joven a un sabio: “Le doy cien dólares si me dice dónde vive Dios.” Le respondió el sabio: “Te doy doscientos si me dices dónde no está”. Está y no está. Hablar de Dios como Trinidad, como familia, es decir lo que Dios es, pero también lo que no es. Que es familia, relación, no individuo; que es persona, no cosa; que es amor; que explica la totalidad de nuestra vida, en su origen, como Padre, en nuestra historia, como Maestro, como Amigo, como Hermano; en nuestra vida, con su Soplo, con su Fuerza, con su Amor, en su Espíritu y con su Espíritu, para luchar. Pasaba un día Felipe junto al monumento de un héroe al que se encomiaba como “luchador incansable”, ¡qué chiste!, pensó Felipito, el mérito es luchar cuando uno está cansado. Pero nos cuesta entenderlo, vivirlo. Buscamos letras y perdemos su Espíritu. ¿Quién entiende muchas de nuestras oraciones “oficiales”? La de la Eucaristía de hoy pide a Dios que podamos “adorarlo en la unidad de tu majestad omnipotente”. ¿Quién habla hoy así? ¿Quién se siente así unido con Dios? Prefiero las canciones de Elefante:
Por tu fragilidad, te sueño y te respiro,
por todo lo que das, porque quiso el destino
mi principio mi final, por todo lo que llevas dentro.
Por tu fragilidad, porque eres como el Viento,
porque eres Libertad, porque eres un misterio,
fantasía o realidad, porque a tu lado todo es nuevo.
Por eso estoy aquí, por eso no me ido,
por eso muero por ti, porque me siento vivo
con la magia que me das.
Píntame de azul esta mañana,
ilumíname esta noche con tu voz.
Lléname de fe esta madrugada,
que la vida nunca pierda su color.
Rompe mi rutina con un beso,
dame todo lo que tu me quieras dar.
Cuéntame el milagro de tus sueños
que a tu lado hoy me quisiera quedar.
Por tu fragilidad, porque eres lluvia y fuego
agua de manantial, calor en el invierno
mi futuro, mi verdad,
porque a tu lado todo es bueno.
Creo que se parece más a la oración de Jesús. Es un bonito salmo para la mañana.
Cuando en la noche de la Última Cena, Jesús prometió el Espíritu que nos conduciría lentamente a la verdad, creo que no se refería simplemente a un maestro, a un buen pedagogo que nos explicaría los dogmas griegos de la antigüedad y la edad media cristianas. En El inconcebible universo, José Gordon, para introducirnos a los relatos en que cuenta los sueños de unidad entre la ciencia y la literatura, nos transmite la historia de un niño a quien su madre dijo que él era único e irrepetible, “¡no hay otro como tú en el mundo entero!”; entonces el niño se sintió irremediablemente solo, y la madre trató de consolarlo, sin mayor éxito. Hasta que le explicó que las diferencias se pueden integrar a través de los abrazos, porque al acercarse las personas, se sienten los latidos que los vinculan, que para eso se inventaron los abrazos.
Cuando Jesús promete el Espíritu de la verdad no habla de conocimientos académicos, ni de explicaciones científicas a cómo es que tres personas comparten la misma sustancia o naturaleza. Creo que lo que Jesús quiso decirnos es que poco a poco, al abrirnos a la acción de Dios, podemos acompasar nuestros latidos a sus propios latidos, como en un tierno, cálido y gran abrazo entre Dios y nosotros. Y ahí es donde lo experimentamos.
Con esos latidos vibramos y en esos latidos nos reconocemos. En esos latidos aprendemos a amar y a ser felices. Son los lugares a los que queremos volver, una y otra vez, donde quedaron los rumores del paso de Dios, la sonrisa de mamá, el sudor de papá, los abrazos de los amigos, la mirada de los niños, la solidaridad de los pobres, la fiesta de la vida y de la esperanza; lugares donde Dios mismo dejó su huella, como en san José, en quien Jesús descubrió el paterno nombre de Dios; donde Dios dejó la fragancia de su aliento, como dejaron las gardenias su perfume en la boca de la mujer a la que cantaron Pepe Bustos y la Sonora Santanera.
Comentarios
Publicar un comentario