Lucas 4,21-30
La flor púrpura, novela de la nigeriana Chimamanda Ngozi comienza con una fortísima escena en la cual el padre avienta su misal a una vitrina, enojado porque su hijo Jaja no comulgó en misa de Domingo de Ramos. En alguna ocasión, esta escritora dio una conferencia sobre el peligro de las historias únicas. En ella contó su experiencia como lectora y escritora precoz, en la cual las historias que leía tenían personajes blancos que comían manzanas y hablaban del clima, lo que no pasaba en Nigeria, donde se comen mangos. Cuando fue a estudiar literatura a Estados Unidos, le preguntaba su compañera de cuarto dónde había aprendido a hablar inglés, que es el idioma oficial de Nigeria; también le pidió escuchar música de su tribu; ella le puso una canción de Mariah Carey. Advierte que el poder es indispensable para imponer una sola visión. Narra cómo es que ella misma se descubrió cómplice de esta mentalidad cuando, de visita en Guadalajara, se dio cuenta que los mexicanos éramos gente normal, no el estereotipo que se le impuso a ella en Estados Unidos. Un día Mafalda se preguntaba por qué una mujer no podía ser, por ejemplo, presidente del país. Se imaginó a una mujer sentada en el escritorio presidencial leyendo los secretos de Estados, y luego cediendo a la tentación de tomar el teléfono para compartir el chisme. “¡ah!”, se dijo Mafalda. Prejuicios.
Dios no escapa a nuestros prejuicios, a los estereotipos y al peligro de una “historia única” de parte nuestra. Cuando Jesús volvió a Nazaret y entró en la sinagoga y leyó el texto de Isaías, únicamente proclamó la primera parte, aquélla en la que declaraba que el Espíritu de Dios estaba sobre él, lo ungía y lo enviaba a dar buenas noticias a los pobres, vista a los ciegos y libertad a los oprimidos, y un año de júbilo, de jubileo para todos. Entonces Jesús enrolló el volumen, lo devolvió y se sentó. Proclamó que esa lectura se cumplía ese mismo día. Pero no proclamó la siguiente parte, la que anunciaba la venganza del Señor contra los enemigos de su pueblo. Desde su misericordia, desde la compasión, desde la unción del Espíritu, independientemente de nuestros prejuicios, Dios se niega a escribir una historia ya dictada desde antes, para abrirnos a la posibilidad de escribir una nueva historia, desde abajo.
Esto desconcertó a la gente de Nazaret, a los paisanos de Jesús, quienes comenzaron a cuestionar su autoridad, siendo tan sólo “el hijo de José”; de la misma manera que muchas “actrices” mexicanas pretenden desacreditar la actuación de la joven indígena que protagoniza la multipremiada película de Alfonso Cuarón, Roma, nominada incluso a los Óscares, tanto de mejor película como de mejor actriz. La razón para descalificarla es que ella “no actúa, así es”. La respuesta de Jesús es contundente. La viuda de Sarepta se disponía a morir, pero recibió la visita del profeta Elías, y desde su pobreza y la generosidad de compartir el último bocado que tenía, Dios reescribió para ella una historia de futuro. Algo paralelo sucedió con Naamán, el rico y poderoso rey de Siria, a cuya lepra no encontraba cura; sin embargo, dobló su orgullo, aceptó la indicación del profeta Eliseo de bañarse en las aguas de un riachuelo, de las cuales emergió limpio; y Dios reescribió la historia para él.
Hay una irreverente y mordaz novela norteamericana que cuenta cómo es que, en pleno renacimiento, cuando parecía que en la tierra la historia marchaba muy tranquilamente bajo el pincel de Miguel Ángel, Dios decidió irse una semana de vacaciones, y se fue de pesca. Aclarando que en la novela una semana en el cielo equivalía a quinientos años en la tierra, cuando Dios regresó de su pesca, se encontró con un alud de novedades que lo obligó a una reunión de emergencia, en la que se hubo de beber mucho café, con Jesús, Pedro, Andrés, Mateo y Juan. Ahí se le informó de las desgracias ecológicas, pero también de la división de los cristianos, en aproximadamente 38 mil grupos distintos. Y de los talibanes y el fundamentalismo islámico, de sus atentados terroristas, de su concepción negativa del cuerpo de la mujer, a quien obligan a esconderlo bajo un vestido que más bien parece un costal; le refirieron que ellos decían que Dios no quería a los “maricas” ni a otros grupos más. “¡¿Eso dicen?!”, respondió Dios sorprendido. Juan sugirió reaccionar con el Armagedón, con la destrucción de todo. Pero Dios se negó rotundamente; después de acompañar a la creación unos cuantos miles de millones de años, Dios no tenía ganas de destruirlo todo.
Dios no quiere destruirnos. La ira y la venganza vienen de nosotros, no de Él. En la resurrección de Jesús, Dios reescribió una nueva historia desde la cruz, de justicia para la víctima, pero sin furia justiciera para el victima, desde el amor, que todo lo creer, todo lo espera y todo lo soporta; desde el amor que cree sin límites, espera sin límites y perdona sin límites. Desde el amor que ama sin límites, pues.
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