Lucas 6, 27-38
«Dos noticias: 1) Hoy voy a hablar con mi esposa, tras dos años de no hacerlo. 2) Mi esposa está muerta. Falleció hace dos años, en extrañas circunstancias.» Parece un cuento de terror. Es el relato “La vida secreta de los insectos”, del volumen Los niños de paja, de Bernardo Esquinca. La contraportada del libro dice que se trata de “historias que consiguen estremecer a tal grado que, que el lector lo pensará dos veces antes de apagar la luz.” Por eso mismo, y porque lo tenía sobre el buró junto a mi cama, fue que lo leí esta madrugada de insomnio provocada por un furioso ataque de mosquitos, que mereció una reacción de la misma intensidad. Cuando volví a sentir sueño y apagué la luz, casi al instante, cuando ya mi consciencia se perdía en los misterios del estado inconsciente, ¡sonó el despertador! Como cuento de terror.
De repente el evangelio se nos presenta como si fuera un cuento de terror, espanta: amar al enemigo, perdonar al que ofende, poner la otra mejilla al que nos golpea, dar la túnica al que nos roba el manto. Algunos podrían pensar que se trata de acciones que denotan debilidad. Y en efecto, de alguna manera las palabras de Jesús fueron dirigidas a quienes no tenían la fuerza física, social, política o económica suficiente para defenderse o tomar venganza frente a quienes los agredía. Así vivían los primeros cristianos, expulsados de la sinagoga y perseguidos a muerte por el Imperio de Roma. La invitación de Jesús es a experimentar una fuerza distinta que, paradójicamente, nace de la debilidad, una sorprendente manera de reivindicar nuestra dignidad: la misericordia.
¿Alguna razón para la misericordia? La dignidad compartida por ser hijos de Dios, que no siempre somos capaces de ver. Un día, viendo a la mamá de Mafalda caminar por la casa llevando la ropa limpia, preguntó Miguelito a Mafalda: “¿Por qué usa anteojos tu mamá?” “Porque se los recetó el oculista”, respondió. “¿Para qué?” “Para que vea bien”, dijo Mafalda, acomodando los pinos de su boliche. “¿Para que vea bien qué?”, continuó Miguelito. “¿Cómo qué?”, respondió Mafalda, exasperada, “¡Todo!” “Ah”, concluyó Miguelito, “¿tan pesimista era tu mamá?” Nosotros no vemos bien siempre que el que nos hace mal es también hijo de Dios, aunque no viva como tal ni él mismo esté consciente de ello; no nos contagiamos de su violencia gracias a la fuerza de la misericordia. Por eso, más adelante, Jesús es capaz de sanar al soldado que fue a presarlo la oreja que Pedro le cortó; fue capaz de prometer el cielo al criminal arrepentido, y sabemos que también se lo regaló al criminal que lo increpaba. Porque Jesús siempre actuó con todos con la misma misericordia, como el Padre.
El desafío es atrevernos a vivir de un amor difícil. Lo fácil es tentador, muy seductor, el dinero fácil, la vida fácil, el amor fácil. Pero el amor cristiano incomoda, raspa el corazón, obliga a entregar lo que el egoísmo y la indiferencia mantienen encerrado. Este amor se convierte en cruz, y la cruz en fuente de vida eterna y verdadera. Un día fue Mafalda al almacén del papá de Manolito. Se encontró a éste. “Buenas, Manolito, me manda mi mamá a ver si el whisky que venden ustedes es muy caro.” “Respondió Manolito: “No; no es muy caro.” “¿Es importado?” “No, no es importado”, contestó Manolito bajando del aparador una botella. Mafalda preguntó: “Ajhá, ¿y es bueno?” “Y… nno; no es muy bueno”, respondió Manolito. “Pero decime, ¿es whisky?”, inquirió Mafalda, desesperada. Sonrojado, Manolito confesó: “No, en realidad tampoco es whisky”. Cuando Mafalda se fue, Manolito pensó: “El negocio es el negocio, pero los amigos son los amigos.”
Puede sonar desafiante, aterrante incluso, pero el evangelio es el evangelio, el amor es cristiano, tiene forma de cruz, y en Jesús se transparentó, plenamente misericordioso para cada uno de nosotros.
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