En alta estima tenían los primeros cristianos a san Juan, el Bautista, del cual guardaron memoria para celebrar tanto su nacimiento como su muerte por decapitación en la cárcel de Herodes. En algún momento de la vida de la Iglesia, en ciertos afanes de jerarquizarlo todo, se habló de él como del santo más importante sólo después de la Madre del Señor, pues Jesús mismo dijo que Juan era el más grande entre los nacidos de mujer, en un contexto en que quería defender al Bautista, no jerarquizar santos; simplemente acallar las murmuraciones contra alguien a quien el Señor tenía en mucho Como consecuencia de todo esto, ahora tenemos unas letanías de los santos en los que Juan el Bautista se ha interpuesto entre la Virgen y san José, separando lo que Dios había unido.
En fin, que además yo tengo clara conciencia de ser seguidor de Jesús, el Señor; no del Bautista. Un día Mafalda cuestionó a su papá: “Pero por qué, papá, ¿por qué no me lo explicas?” “¡Porque no!”, afirmó tajante el papá. ¡Porque sos chica y ustedes los chicos no entienden las cosas de nosotros los grandes!” “¡Está bien, pero prométeme una cosa!”, concedió Mafalda. “¿Qué cosa?” “Que cuando yo sea grande no me vas a salir con que nosotros los grandes no entendemos las cosas de ustedes los ancianos, ¿eh?” Hay cosas que teníamos de niños y perdimos conforme fuimos creciendo. Cuando pienso en la seriedad de Juan cuando bautizaba en el Jordán, en sus amenazas del inminente juicio de Dios, en su vehemencia tajante del cercano fin de todo, en su apego a las mortificaciones, me pregunto: ¿Dónde quedó la alegría propia de su concepción y de su nacimiento?
Isabel era una mujer de avanzada edad que sufría por su esterilidad. En aquella época, en esa sociedad, una mujer valía por los hijos varones de que era madre. Isabel no tenía. Su embarazo fue la manera en que Dios le hizo ver que estaba con ella. Era persona, era digna. La originalidad del nombre de Juan habla de la libertad de Dios, que no se deja encasillar por nuestras tradiciones y mucho menos por nuestros prejuicios: no había razón para atar al pequeño al nombre de su padre, a su mentalidad, a su oficio, a tantas cosas. Juan fue un hombre libre, ¿pero dónde quedó la alegría de la criatura que saltó de gozo en el seno de su madre cuando llegó a ella el saludo de María? ¿Dónde está la alegría que debe distinguirnos a los seguidores de Jesús? Yo sé que la vida se pone difícil muchas veces, pero la alegría cristiana no nace de lo que podemos lograr con nuestras manos y con nuestras fuerzas, sino del amor y de la salvación que Dios trae para nosotros; nace del agradecido reconocimiento de que el sentido y la plenitud de nuestra vida está en Dios, no en nosotros. Zacarías se hizo eco de esta alegría cuando, nacido su hijo, sus primeras palabras fueron para alabar al Señor. Y es justo en la alabanza en lo que a veces somos más parcos en nuestras celebraciones.
Con todo, hay en Juan algo que me gusta. Cuando algunos de los suyos le llevaron al río la noticia de que los seguidores de Jesús bautizaban más que él, Juan les respondió: “Es necesario que él crezca y que yo disminuya.” EnCometas en el cielo, novela de Khaled Housseini, un viejo amigo de su padre llama a Amir. Le dice que hay una manera de ser bueno otra vez. En el pasado, Amir nació y creció en Kabul, junto con Hasán, el hijo del criado de su padre, más o menos de su edad. Amir ganó un concurso de cometas; Hasán fue a recoger la última, el trofeo del torneo. Pero un grupo de “mirreyes” locales de la época lo acorralaron y abusaron sexualmente del pequeño. Amir fue testigo de todo, pero no fue capaz de hacer nada por su amigo: no gritó, no intervino, no pidió ayuda, y fingió no saber nada. Pero la conciencia le remordió y terminó por buscar la manera de despedir a Hasán y a su padre. Al paso de los años, cuando Amir es ya un joven escritor que vive en San Francisco, adonde huyeron él y su padre tras la invasión soviética a Afganistán, recibe por teléfono la llamada que le ofrece una nueva oportunidad para ser bueno: volver para rescatar de un orfanato al hijo de Hasán, asesinado por los talibanes. Amir asume la arriesgada empresa.
Para nosotros, en la perspectiva de Juan el Bautista, también hay otra manera de ser buenos, incluso alegres, aunque supone enfrentarse también a un régimen terrible: al régimen del yo egoísta: el ser menos egoísta, menos indiferente, menos insolidario, para que crezca Jesús y su reino, en nosotros y en nuestra sociedad. Celebramos el nacimiento de Jesús dos o tres días después del solsticio de invierno, cuando los días comienzan a hacerse más grandes; en cambio, celebramos el nacimiento de Juan el Bautista dos días después del solsticio de verano, cuando los días comienzan a hacerse más pequeños. Es el camino de Juan para ser buenos en la lógica del reino: disminuir nosotros para crezca el señorío de Jesús, su reinado.
Esta semana, el Papa Francisco asistió a un encuentro ecuménico con el Consejo Mundial de las Iglesias, con sede en Ginebra, Suiza, en el que se aglutinan las Iglesias cristianas no católicas, para celebrar los 70 años de dicho Consejo. Ahí el Papa afirmó que la unidad es una empresa de pérdidas: es necesario perder (prejuicios, posiciones, poder, etc.) para ganar a Dios. Es el camino de Juan para seguir a Jesús: disminuir nosotros para que Él crezca, tanto cuanto haga falta para que el propio corazón sea capaz de amar hasta el extremo de la cruz.
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