Marcos 4,26-34
Como buen niño de ciudad, mi primer y más cercana experiencia con semillas fueron los frijolitos sembrados en algodón dentro de un frasco de jugo Gerber, que como todos los niños de mi generación, sembré en primero de primaria. Y era una experiencia muy parecida y muy cercana a la parábola que Jesús contaba a la gente de su entorno y de su tiempo, conformada en un primer momento, ni duda cabe, por campesinos y pescadores de Galilea, para los cuales, las imágenes que empleaba el Maestro eran perfectamente cotidianas y comprensibles. Para ellos, la mención de la semilla de mostaza llevaba a su mente una imagen extraída de la realidad y, por supuesto, cuando hablaba del arbusto que surge de la semilla de mostaza, nadie podía engañarlos, sabían de qué arbusto se trataba.
Por eso, me llama fuertemente el comentario del narrador del evangelio, señalando que Jesús tuviera necesidad de explicar en privado a sus discípulos lo que a los demás enseñaba en parábolas. En primer lugar, porque no me parece que Jesús tuviera intención de reservarse información para sí mismo, como esos maestros egoístas por extrañas razones más al alcance de Freud que de nosotros, necesitan exhibir la ignorancia de sus alumnos. Como buen maestro y como buen comunicador, es a Jesús a quien primeramente interesa que el mensaje comunicado haya quedado bien comprendido. En segundo lugar, porque no es congruente con las enseñanzas de Jesús la formación de dos grupos dentro de sus seguidores, uno de muchedumbre, los que a ver si entendían; y otro de élite, a los que explicaba todo en privado.
Sin embargo, a estas alturas de los estudios bíblicos, para nadie es un secreto que los relatos evangélicos fueron escritos en ambientes urbanos por y para cristianos de segunda generación; que estos cristianos urbanos, lo mismo que los primeros cristianos rurales, eran una minoría insignificante en el conjunto de la ciudad o de la comunidad; que estos cristianos se reflejan a sí mismos en todos los personajes que en el relato tienen la categoría de discípulos; que a su alrededor había siempre un grupo más amplio de personas, algunos judíos, otros paganos; muchos de ellos sólo con simple curiosidad, algunos otros con abierta simpatía e, incluso, con legítimo interés, algunas de ellas vencían el miedo de dar el salto a la fe cristiana y pedían su incorporación a la comunidad, mientras que a otros les ganaban las dudas o el miedo al hostigamiento y la persecución de los judíos y de los romanos.
Fue precisamente este ambiente de hostigamiento, de expulsión de las sinagogas, de persecución e incluso de martirio, de muerte, lo que provocó que los primeros cristianos se reunieran en pequeños grupos, a veces de manera clandestina, para celebrar su fe y profundizar en ella. A esos pequeños grupos, llamados “iglesias”,se accedía plenamente tras un periodo de iniciación llamado “catecumenado” mediante el rito del “bautismo”. La plena comunión se expresaba en la participación activa en la Cena del Señor, compuesta de dos partes fundamentales: el rito de la Palabra y el rito de la Fracción del Pan.
El anuncio de Jesús podía darse de manera más o menos abierta, sobre todo el de su muerte redentora en la cruz y su resurrección, según la tolerancia de los romanos, algunas de las tradiciones de Jesús podían comunicarse de manera abierta. Pero sólo se profundizaba en ellas dentro de a comunidad de fe. Para estos cristianos urbanos, quedaba claro que lo que estas enseñanzas evocaban en ellos no venía de ellos mismos, sino del Espíritu de Jesús que habitaba en ellos por el bautismo y, por lo tanto, de Jesús mismo que estaba presente en la comunidad reunida en su nombre. Esto no excluye, por supuesto, que Jesús respondiera a las inquietudes de sus discípulos cuando estaban a solas no por elitismo intelectual, sino por el natural proceso de reflexión, que nos inquieta continuamente.
En la primaria sembrábamos granos de frijol en algodones dentro de frascos de jugo Gerber y lo colocábamos en la ventana para que le diera el sol como parte de la clase de biología, para ponernos en contacto con un proceso de la naturaleza, perfectamente cuantificable y controlado. Eso que los campesinos oyentes de Jesús sabían y a partir de lo cual comprendían aquello de lo que ya no nos hablaba la maestra de primaria, por lo menos no la mía: de la gracia de Dios que todo lo sustenta y todo lo anima; de la providencia de Dios, que en todo actúa y en todo se manifiesta; y, por lo tanto, de la confianza que se puede depositar en este Dios.
El hombre arroja su semilla a la tierra, y no le queda más que confiar que la tierra que ha preparado sepa acoger la semilla y hacerla germinar. No importa tanto la semilla, sino la tierra. Antes de esta parábola, Jesús ha contado primero la parábola del sembrador, que arroja sus granos a la tierra a diestra y siniestra y, aunque los granos son los mismos, los frutos dependen de la calidad de la tierra. Primera lección, preparar la tierra. Segunda, confiar en la acción de Dios, que es la decisiva, no la nuestra. El reto es trabajar y confiar. Jesús arrojaba la semilla de su mensaje, su amor y el amor de su Padre era el mismo para todos; pero no todos le creyeron ni todos lo acogieron de la misma manera. Eso no dependió de Jesús, pero Jesús no dejó de confiar en ellos ni en su Palabra ni en su Padre. Jesús mismo puede ser entendido como la semilla de Dios sembrada en el campo de la historia, pero no en todos los momentos ni en todas partes la historia ha dado los frutos del Reino de Dios: el amor, la paz, la justicia, la fraternidad, la solidaridad, la inclusión, la misericordia.
Aunque no sepan de biología, ni de fisiología, ni de anatomía ni de medicina, los padres tienen hijos, a quienes crían, cuidan y educan con todo su corazón y todo su empeño, en principio. También los corrigen. Un día contó Manolito a Mafalda: “Esta mañana discutí con mi mamá y escapé por un pelo a sus palmadas ya sabes dónde. Pero como luego la vi con las manos ocupadas fui y ¡fffzzzuiiiishh! ¡Le pasé por al lado!”, dijo eufórico Manolito. Mafalda le preguntó: “¿Y ella qué hizo?” Respondió Manolito, afligido y sobándose las asentaderas: “¡En futbol lo llaman «tener visión de gol»!” Los padres educan a sus hijos para la libertad, para la autonomía; para tomar sus propias decisiones y ganarse el pan con sus propias manos; para recorrer su propio camino y, si es preciso, para trazarlo; para hacerse cargo de su propia vida. Los preparan para ello y llega el momento en que sólo les queda confiar y esperar. A veces el momento llega cuando los hijos dejan el hogar, a veces cuando los padres dejan la historia y los hijos tienen que mostrar de qué están hechos. Es entonces cuando, como hijos, rendimos el mejor homenaje a nuestros padres.
Por eso, lo mejor que la Iglesia puede decir sobre san José es la vida histórica de Jesús, el hijo que hace gala de los valores que su padre sembró en su corazón. Como cualquier hijo con su padre. No importa tanto si se les dio mucho o poco, si son altos o bajos, si tuvieron en abundancia o carecieron; importa más que se haya formado el corazón. La sociedad en general forma para el éxito; es decir, para la rivalidad, para la competencia, para la exclusión, para desechar, como dice el Papa Francisco. Pero la Iglesia, los discípulos de Jesús debemos formarnos para el Reino de Dios, para la inclusión, para la solidaridad, para la fraternidad, para la reconciliación.
Confiar y esperar, aún en la pequeñez. A pesar de la sensación de impotencia y pequeñez, lo que es de Dios brota de lo pequeño. Wayne A. Meeks, historiador y sociólogo del cristianismo, y hombre de fe, afirma:
En las primeras décadas del Imperio Romano apareció una nueva secta judía que se propagó rápidamente, aunque no en forma multitudinaria, a través de las ciudades de oriente. No llamó demasiado la atención en medio de la abigarrada mezcla de cultos “orientales” que emigrantes y mercaderes difundían por todas partes. Pocas personas importantes se fijaron en ella. Los escritores de la época no hacen mención de la secta. Sin embargo, iba a convertirse en una nueva religión que acabó separándose de las comunidades judías que la habían engendrado y siendo perseguida por ellas. En pocos siglos sería no sólo la religión dominante del Imperio Romano, sino la única protegida oficialmente.
Sin embargo, cuando Mateo y Lucas recuperaron las tradiciones de Jesús, después de Marcos, hablaron ya no del arbusto, sino del árbol que surge de la semilla de mostaza. Pero de la mostaza no surgen soberbios árboles, sino humildes arbustos. Eso lo sabían los campesinos galileos paisanos de Jesús, pero quizá no lo sabemos los cristianos urbanos. En Jesús y en el evangelio aprendemos a confiar en el valor de lo pequeño y de la grandeza que puede surgir a partir de lo pequeño. Pero corremos el riesgo de confundirnos y entregar el corazón a la corrupción de las ambiciones. La grandeza del evangelio no está en los éxitos que cosechamos, sino en la vida que cuidamos y acogemos. Nos definirá como cristianos no el formar una gran Iglesia, influyente y poderosa, sino el formar una red de pequeñas comunidades de fe, donde todos somos incluidos como hermanos, y como hermanos compartimos la vida desde la compasión y la misericordia. Nos definimos como Iglesia de Jesús no por las nubes que rozamos con nuestras altas ramas, sino por las aves que ponen en ellas sus nidos. Como el arbusto de mostaza.
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