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Invitados que no van, no-invitados que no visten fiesta


Mateo 22,1-14

Cuando en la librería vi El bar de las grandes esperanzas en cuya portada, Alessandro Baricco —un escritor de talento inconmensurable, cuya prosa desborda poesía, que además imparte talleres de escritura—, recomienda el libro en cuestión, diciendo (poniendo, como dicen los españoles): “¡Un talento inconmensurable!”, no lo pensé dos veces: sin haber escuchado antes mencionar al autor en cuestión, compré el libro, y me gustó tanto, que lo compré varias veces más, porque siempre lo terminaba regalando a algún amigo. Sin duda, hay que atender a las palabras de los maestros.

Así que ayer que pasé por la Gandhi, no resistí entrar a ver; y en cuanto vi —que a eso entré— un nuevo libro de J. R. Moehringer, nuevamente no lo pensé dos veces, y me traje conmigo un pequeño relato llamado El campeón ha vuelto, la historia de un gran boxeador de los años cuarenta y cincuena, del que se rumoraba, a finales de los noventa, que vivía en la calle de pedir limosna. En realidad, es un texto de hace veinte años, publicado ahora por primera vez en español, para cuya edición el autor preparó una introducción, en la que cuenta que en sus primeros años como periodista, aquellos en los que surgió El campeón ha vuelto, trabajaba para un periódico al que no le importaban las investigaciones profundas, las historias reflexionadas y bien escritas, sino las notas rápidas, banales, de los escándalos de moda que tanto venden, lo cual no está bien. Afirma: «Yo lo que quería era contar historias, historias largas, y escribirlas rápido o despacio no me importaba lo más mínimo. Siempre he preferido contar mis historias despacio. Cuanto más despacio, mejor.»

Así que cuando ofreció al periódico escribir la historia de aquel legendario boxeador, no se lo aceptaron. J. R. Moehringer, comprendió su vocación de escritor, y lo difícil que le resultaría ejercerla:

Me enfrentaba a una decisión aterradora. Si albergaba la más mínima esperanza de cumplir con mi propósito, con mi llamada de llegar a ser escritor, no iba a conseguirlo obedeciendo a los editores. Los despidos recientes ya me habían dado una pista, pero su gesto de indiferencia pétrea ante el boxeador lo dejaban todo bien claro: la misión de los editores y la mía no coincidían. Y no coincidirían nunca […] Por primera vez comprendí que sólo hay dos tipos de historias en el mundo: las que los demás quieren que cuentes, y las que quieres contar tú. Y nadie va a dejarte así, sin más contar las segundas. Tú tienes que pelear para ganarte ese privilegio, ese derecho.

Es terrible eso de descubrir que uno no es quien es, sino lo que los demás quieren que seas. Eso no está bien. Lo menos, es decepcionante. Una sensación análoga tuve yo en las Basílicas papales de Roma. La sensación comenzó en la Sagrada Familia de Barcelona, la impresionante obra de la arquitectura mísitica de Gaudí; una biblia de piedra, como él mismo quería. Todo habla de Dios: la luz, los colores, las formas, las palabras, los espacios, todo invita a orar. Y a querer vivir la Eucaristía. ¡Pero ahí no hay celebración de la Eucaristía, sino en la capilla de las criptas! Y eso de ser creyente y visitar una basílica y descubrir que es más museo que templo, es algo que duele.

Estar dentro de la Basílica de san Pedro, y enterarte que ahí los domingos sólo hay misa en las capillas laterales; que en el altar mayor sólo ves al Papa en las grandes solemnidades, tres o cuatro veces al año, es decepcionante. Si el que está llamado a ser el templo más importante de la Iglesia, si en el domingo, que es el día del Señor, en el ambón no resuena la Palabra de Dios, que se ha hecho carne inmolada por nosotros y por nuestra salvación; si en el altar mayor no se sirve el banquete de los hijos de Dios; si un templo no funciona normalmente como tal, para lo que fue hecho, algo está mal. Es bonito y hasta emocionante recorrerlos, apreciarlos y hasta tomarte la selfie dentro. Pero saber que ahí lo normal no es que se celebre la Eucaristía, le quita a uno la sonrisa de la selfie.

De estos contrastes, de los que brotan de saber que algo no está bien, está tejida la parábola que Jesús contó, según narra el evangelio de san Mateo, la última semana de su vida, en el templo de Jerusalén, al que Jesús iba durante el día, para pasar luego la noche en el huerto de los olivos, como si fuera un fugitivo o un indigente. Y quizá Él y sus discípulos no eran los únicos.

Hay una lectura de tipo histórico sobre la parábola. Que el rey es el Padre y el hijo, el novio, es Jesús. Que los primeros invitados al banquete fueron los judíos, pero que estos maltrataron y asesinaron continuamente a los profetas que los llamaban de parte de Dios, así que hubo que llenar la sala de fiestas, la Iglesia, con los paganos. Jerusalén fue incendiada por los romanos en el año 70, Mateo escribió su evangelio hacia el año 80, y los primeros cristianos creyeron que el incendio era un castigo de Dios a Jerusalén por su rechazo a Jesús. Que esta idea se colara en el evangelio nos ha de alertar: nadie está excento de falsas ideas sobre Dios. Hay cristianos, tristemente, que siguen pensando que el pasado temblor en nuestra ciudad es un castigo de Dios.

Pero los contrastes en la parábola son elocuentes: Si Dios nos habla, lo normal es escucharlo; cerrar los oídos no está bien. Dios habla en su Palabra, en su creación, en sus hijos, especialmente en los últimos. Saberse invitado por Dios a compartir su Pan y su Vino, y despreciar su banquete, no está bien. Ser bautizados y no querer vivir una relación de amistad con Jesús, el Mesías, el Señor y el Esposo, no está bien. Encerrarnos en el egoísmo, como los que se fueron a sus campos y a sus negocios, y no vivir la fraternidad, no está bien. Un día Mafalda dijo a Susanita: “A mí lo que me gusta de navidad es que la gente se quiere mucho más.” “¡Cómo!”, se asombró Susanita, “¿Vos también así lo sentís?” Y continuó conmovida: “¡Cuánto me alegro! ¿Así que vos también te querés mucho más en navidad? ¡Yo, hay que ver cuánto, cuánto, cuánto me quiero en navidad! ¿Por qué será que la gente se quiere mucho más en navidad?”

Vivir para trabajar, trabajar sin descanso, sin tiempo para el encuentro y para la fiesta, no está bien. Matar nunca está bien. La Iglesia reconoce y conmemora a sus mártires, a las mujeres y hombres de todos los tiempos que fueron asesinados por su fe; es la razón de la canonización de los niños mártires de Tlaxacala, pretender callar el evangelio a precio de sangre no está bien. Ayer el Papa Francisco modificó el catecismo de la Iglesia para anotar que en ningún caso y bajo ninguna circunstancia es válida la pena de muerte, matar no está bien, y menos queriendo hacerlo en el nombre de Dios. Las primeras comunidades cristianas creían que el incendio de Jerusalén del año 70 era un castigo de Dios; orar la historia está bien, asumira la responsabilidad de los propios actos, está bien; creer que Dios castiga, no está bien.

Participar de una fiesta para la que no habíamos sido invitados está bien, no corresponder no está bien. Por eso la expulsión del hombre que no entró con traje de fiesta. En París compré una sudadera de manta hecha en Nepal, ya me veía yo muy orondo presumiendo a los que me la chulearan, ¡pero la olvidé colgada en un clóset en Cataluña! A veces nos pasa. Que hemos sido revestidos con el Espíritu de Jesús, que espíritu de compasión y de misericordia, espíritu de alegría y de esperanza y, sin embargo, asistimos a la historia sin él. Ser bautizados y no vivir cristianamente, evangélicamente, no está bien.

Siempre hay que atender a los Maestros. Eso esta bien. Quizá no estuvo bien que la Iglesia saliera de las casas y se metiera a los palacios, a las basílicas (como se dice “palacio” en griego). Que el Papa pasara a ser el emperador y dejara de ser pastor, no estuvo bien. Por eso, que desde Juan XXIII a Francisco los Papas vuelvan a las parroquias de Roma a celebrar la Eucaristía en domingo; que salgan a las calles y salgan de Roma, está bien. Que nos recuerden que entre los pobres vive el Señor; que nos insistan que la Eucaristía es Pan de vida y no premio de buena conducta; que dejen bien en claro el primado del servicio y la misericordia en la Iglesia está no sólo bien, sino muy bien. Así lo enseñó el Maestro, un día en cuya noche durmió a descampado y entre los pobres, en el Monte de los Olivos; y los pobres soñaron que entraban a la casa de Dios y comían comida de fiesta. Un día así será. Y estará bien.

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