Cuentan de uno de nuestros padres que el día de su examen de
titulación pidió entrar a solas al veredicto final de sus sinodales. Cuando
salió, sus compañeros, expectantes, le preguntaron: “¡Carlitos, Carlitos!,
¿cómo te fue?” Carlitos respondió con fingida jactancia: “Licenciado, por
favor”. Yo recuerdo mi examen profesional como licenciado en Economía por la
UNAM, la tarde del 22 de octubre del 2001, cuando mi abuelita materna cumplía
83 años de vida; y mi papá, cuatro años de difunto. Carlos, mi amigo y
compañero de toda la carrera, presentó su examen profesional el mismo día y a
la misma hora en el salón contiguo.
Carlos es de Oaxaca y vino a la Ciudad de México a cursar estudios
universitarios. Recuerdo un día en que dijo que lo esperara porque iría a Villa
de Cortés a visitar a una de sus tías que vivía ahí, en la misma colonia donde
yo vivía. Cuando salimos del metro caminamos hacia la misma calle, porque, oh
sorpresa, la tía vivía en la misma calle que yo. Cuando llegamos a la casa de
la tía y él tocó el timbre, la que salió a la puerta fue mi mamá. Lo primero
que le dije a ella, todavía incrédulo, fue: “¡¿qué haces aquí?!” “¡¿Tú qué
haces aquí?!”, me respondió. “Lupita es mi amiga, vine a tomar aquí un café y ya
me iba.” Lupita era la tía de Carlos. De toda la Cuatitud, el grupo de amigos
de la facultad, sólo Carlos y yo terminamos la carrera en la UNAM, los demás
emigraron a la Autónoma de Guadalajara, huyendo de aquella nefasta y manoseada
“huelga” que duró casi 10 meses, del 19 de abril de 1999, al 5 de febrero del
año 2000.
Previo al examen, Carlos estaba muy atareado preparando una
presentación de 20 minutos que le había pedido su asesor. Yo busqué al mío, qué
tal que la presentación fuera requisito y yo tan quitado de la pena. Lo peor
era aquello de preparar las famosas láminas o diapositivas de Power Point.
Decía Steve Jobs, el creador de Apple: “El que sabe lo que habla no necesita
Power Point”. “No, compañero”, me dijo a la usanza universitaria mi asesor, el
genial Rolando Cordera, “los sinodales ya leímos la tesis. El examen es un
debate y no hay que perder el tiempo. Hay que preguntarle mucho para que usted
se luzca mucho.”
Y así fue. Lo de que me preguntaran mucho. Cordera presidió la
mesa, después de que el entonces Director de la Facultad, a quien por su mayor
antigüedad como licenciado correspondiera ese función, renunció. Le había
interesado tanto mi tesis, la primera que en la historia de nuestra Facultad
trataba sobres los aspectos económicos de la Doctrina Social Cristiana, que
pidió ser mi sinodal. Pero después de leerla lanzó la acusación de que mi tesis
era un plagio de cabo a rabo. “Demasiado bien escrita”, y “estoy seguro de
haberla leído antes”, fueron sus expresiones. Cuando mi asesor, para quien la
acusación también era una afrenta personal que ponía en duda su seriedad
académica, lo retó a comprobar con documentos en mano su acusación frente al
Tribunal Universitario, renunció como sinodal.
El día del examen, el presidente dijo: “Buenas tardes”, presentó a
los otros sinodales, y asestó: “Venimos a dialogar sobre esta tesis con su
autor.” Y comenzaron las preguntas, con sala llena, entre mi familia, amigos de
toda la vida y, por supuesto, mis compañeros del seminario. Juve, afromexicano
de la costa chica de Oaxaca, que de Dios goza, ponía el toque de programa de
televisión con sus escandalosas expresiones tras cada pregunta y respuesta; me
habrían hecho reír a carcajadas si no fuera yo el del banquillo de los
acusados, como se dice.
Según lo que cuenta el evangelio, no parece que a los detractores
de Jesús les importara mucho la exposición de sus ideas. Lo que buscaban,
tramposamente, era la ocasión para pillarlo en falta, dejarlo en mal ante la
gente, y tener motivos para apresarlo y, si era posible eliminarlo, mucho
mejor. Las preguntas que le lanzaron, especialmente en su última semana de
vida, no tenían el interés del académico que busca medir el alcance del
conocimiento del aspirante a un título. Tampoco el interés de comprender el
punto de vista de quien sostiene una postura distinta a la suya. La respuesta
de Jesús fue sincera, y reveló que de verdad era el Maestro. Porque, curiosamente
en el evangelio de san Mateo a Jesús sólo lo llaman maestro quienes no
reconocen que el Mesías Hijo de Dios.
Más de seiscientos mandamientos había entre la Escritura y la
tradición. La pregunta parecía válida: de todos ellos, cuál era el más
importante; no siempre daba tiempo de practicarlos todos, muchos eran muy
exigentes, difíciles y aun costosos de cumplir. La respuesta de Jesús es digna
de examen final: Amar a Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas. Quien
ama a Dios lo conoce, comprende que Dios es Amor y estando con Él no hace otra
cosa que aprender a amar al tiempo que es amado. Por eso Jesús se atrevió, como
sólo hacen los estudiantes más seguros de sí mismos y de sus trabajos en el
examen final, añadir un plus a su respuesta. Habló de un segundo mandamiento
semejante al primero, en contenido y en importancia: amar al prójimo. Como a
uno mismo. Parecieran dos respuestas, pero en realidad es una sola: Quien
conoce a Dios y lo experimenta como amor, no puede sino amarlo intensamente a
Él, y a quienes son su imagen y semejanza. Y esto abarca el doble mandamiento
de Jesús: amamos al otro genuina y sinceramente no por interés, para hacer
obras de caridad y así ganar el cielo. Amamos al prójimo porque nos refleja al
Dios en quien creemos y al que decimos amar. Y también es verdad que, aunque a
veces nos cueste y nos asuste, podemos amarnos como nos ama Dios porque somos
su imagen y su semejanza.
Por eso, o nuestro amor es como el suyo, o no es amor de verdad. Y
por eso, hay que zanjar el falso debate de para qué nos sirve estar rece y rece
en vez de ayudar a los necesitados. Quien ama al prójimo pero no se da tiempo
para el amor con Dios, para tratar de amistad con Dios, será buena persona,
altruista, humanista, filántropo. Pero no necesariamente cristiano. Jesús pasó
por la vida haciendo el bien, pero también pasaba la noche entera, en soledad y
silencio, orando con su Padre.
Para san Juan de la Cruz, en el amor está la única pregunta del
examen final que nos titulará a todos como cristianos merecedores de la vida
plena, de la vida más allá de la muerte: “A la tarde, te examinarán en el amor”.
La tarde de cada día, lo mismo que la tarde última que antecede a la noche
definitiva en que el Amado se unirá con su amada, el alma, la Iglesia. Nos
hemos imaginado el Juicio Final como una sala de juicios orales, con Dios como
juez, fiscales y defensa; o como un examen profesional, con sinodales y
asistentes que no pueden responder por ti, por mucho que expresen, como hacía
Juve, en mi examen profesional, que mi madre esperaba con muchas ilusiones, ¡su
primer hijo titulado! Cuando empecé el último año, con frecuencia ante el gran
espejo que teníamos en el comedor, ensayaba diferentes peinados para estar a la
altura de ese día. Pero mi madre murió en octubre del 99, en plena “huelga”,
tres meses antes de que se acabara el mundo. La vida es así, “no caben
rencores”, dice Fernando Delgadillo.
Pero si seremos examinados en el amor, no sólo sobre el amor, sino
en el amor, se me ocurre que a lo mejor el Juicio Final es un par de instantes
de amor intenso. Como abrir los ojos, y encontrarte con el Padre y con el Hijo.
Detrás de ti están los santos, la Iglesia triunfante, los que nos han
antecedido en el camino de la historia y habitan ya la casa del Padre. Y uno no
los ve todavía porque es tu examen, y entonces viene un primer abrazo con el
Padre que lleva con sus manos tu cabeza hacia su Corazón y ahí descubres, en
ese primer momento, que cuando estabas exultante, la fuerza de aquella alegría
era el Amor que te transmiten sus latidos; y que no es otro sino el Espíritu
Santo. Y que cada vez que caías o sentías miedo y dudas y ganas de salir
corriendo de esta historia, era ese mismo Amor, ese mismo Espíritu, el que te
ponía de pie y te impulsaba a salir adelante.
Después, en el segundo momento, nos abrazará Jesús, el Hijo Amado,
y apoyada nuestra Cabeza sobre su Corazón, que late con el mismo Espíritu del
Padre, uno a uno vendrán a nosotros los nombres y los rostros de quienes se
cruzaron con nosotros en la historia; pediremos perdón a cada uno de los que no
amamos como éramos amados; y quizá también nos encontraremos con la mirada
agradecida de que aquellos que recibieron, aunque pobres como migajas, pero diáfanas
y fecundas como gotas de llovizna, nuestras obras de misericordia.
Y así, después de ser así examinados en el Amor, seremos conducidos
a Casa, con los nuestros. Yo entonces saldré de dudas y sabré por fin ¡qué
peinado eligió mi madre para mi examen final!
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