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La llave de la felicidad

Juan 6,55.60-71

Un día caminaba Mafalda por la calle y pasó junto a una cerrajería. Entró y saludó al cerrajero. "Buen día, señor", lo saludó; "vengo a que me haga la llave de la felicidad". Extendiéndole la mano, el cerrajero le contestó: "Con mucho gusto, nenita. ¿A ver el modelo?" Ya para sí, en la calle, Mafalda dijo: "¡Astuto viejito!"

Revisando las claves con las que el Discípulo Amado ha construido su evangelio, uno no puede menos que decir: ¡Astuto el narrador! El capítulo seis es maravilloso. Primero Jesús realiza el signo de los panes, pero la gente no lo entiende y busca a Jesús para coronarlo rey. En la siguiente escena, muy elocuente, los discípulos cruzan el lago en una barca, pero sobreviene una tempestad en medio de la noche; Jesús se acerca a ellos, pero ellos no lo ven bien, no lo comprenden y tienen miedo. Sienten miedo ante la visión de Jesús, no ante la tormenta. Jesús se revela a sí mismo con el sagrado nombre de Dios, "Yo soy", y cuando los discípulos quieren sujetar a Jesús, la barca toca tierra. En clave simbólica, esta escena anticipa todo lo que veremos a continuación. Astuto el narrador. 

Al día siguiente de la tormenta. Jesús confronta a la muchedumbre. Lo buscan porque comieron pan, no por el signo que vieron. Para algunos, la relación con Jesús es como un desayuno, una comida ligera y apresurada que sólo quiere dar energía para el día que se va a vivir. Para otros, más bien es como una cena, un espacio para compartir sin prisas ni celulares, para platicar de cómo ha estado el día, de cómo y en dónde descubrimos a Dios en la jornada, y de cuáles son nuestros planes y nuestros anhelos para el día siguiente. Sabemos que Jesús es la Palabra de Dios y el Pan de vida, y algunos caen en la tentación de creer que es suficiente con alimentarse de su Palabra, a través de la oración y la lectura de la Biblia; y aunque esto es importante, no es suficiente. En la narración, Jesús da un paso más en su discurso. Nos dice que el Pan que nos dará es su propia carne; que su carne es comida; y su sangre, bebida. Astuto el narrador. 

Con este paso, Jesús nos hace ver que lo que verdaderamente alimenta no es su Palabra desvinculada de la vida, sino su Palabra escuchada y encarnada en la propia historia, el amor sin límites llevado hasta el extremo. En la narración del cuarto evangelio hay cena de despedida, pero no hay cena de Pascua. La cena habría ocurrido el día anterior a la Pascua, y el narrador nos dice que Jesús murió en la cruz a la hora en que en el Templo se sacrificaba al Cordero para celebrar la Pascua. Con este detalle el evangelista deja en claro que Jesús es el verdadero cordero de Dios para la Pascua verdadera. Astuto el narrador. 

Pero el capítulo seis y su discurso sobre el Pan de vida y la Carne y la Sangre de Jesús revela que la comunidad celebraba el banquete pascual de la Eucaristía. Y la cena supone la mesa y los comensales. No hay cena con Jesús sin la mesa de los hermanos, la mesa del banquete abierto y para todos como en el signo de los panes; la mesa que une a los diversos, a todos, a los buenos y a los malos; a los dóciles y a los rebeldes; la mesa en la que la misericordia encarnada en la vida del Señor corre de mano en mano a través del Pan que es su Carne y del Vino que es su Sangre; de la Carne y de la Sangre que son la clave de la felicidad, de la auténtica y plena felicidad.

Y es entonces, desconcertantemente entonces, que ya no son los judíos, sino los propios discípulos de Jesús los que se escandalizan, los que consideran que la manera de hablar de su Maestro es dura, insoportable. No cuesta mucho creer en este amor; lo que cuesta es vivirlo. Es escandaloso. Pareciera que hasta los liturgistas que seleccionaron esta escena sintieron duras las palabras del Señor y la cortaron antes de su final. Jesús increpa a los Doce: "¿también quieren dejarme?" Pedro responderá: "Tus palabras dan vida verdadera". Lo han seguido, lo han llamado Maestro, lo vieron convertir el agua en vino, lo vieron poner de pie y hacer caminar al paralítico junto a la piscina, lo vieron derramar agua fresca en el corazón de la samaratina junto al pozo; lo vieron compartir el pan y los peces en su comida a campo abierto; comieron con él, comieron de él, ¿adónde podrían ir?

La respuesta de Jesús a Pedro deja sin palabras: "¿Acaso no los elegí yo a los Doce y entre ustedes hay uno que es un diablo?" Y apunta el narrador, astuto el narrador, que esto lo decía por Judas Iscariote, quien habría de traicionarlo. ¿No es escandaloso que el amor de Dios, manifestado en su elección los incluyera a todos, al fiel, a los cobardes, al que lo negó y al que lo traicionó y lo vendió al Imperio Romano? Sin embargo, no todos aceptaron a Jesús. Judas lo vendió, Pedro lo negó. Pero con todo, Pedro no se fue. Se mantuvo a pesar de su miedo con los demás; se separó por unas horas del Maestro, pero no se separó del grupo de los seguidores. Y después de la cruz, el Señor Resucitado se les apareció a la orilla del lago, les pidió de los peces de su pesca de esa madrugada y él les ofreció de sus propios peces, sobre unas brasas; de los peces multiplicados junto con los panes, los peces que también son la carne del Señor, su cuerpo, su vida de misericordia sin límites ni condiciones; los peces multiplicados y repartidos que viajaron a lo largo del evangelio y secretamente nadaron hasta las brasas de nuestra vida en el agua derramada por el costado abierto del Señor Crucificado. Astuto el narrador.

Comer con el Señor, cenar con el Señor, pero también con los hermanos, en su mesa. Como Pedro, no nos vamos, nos quedamos con el Señor; no a solas, sino alrededor de su mesa, con los hermanos, compartiendo la vida y construyendo la fraternidad desde la misericordia y el amor llevados hasta el extremo. Sólo así encontramos vida y felicidad de verdad y en plenitud.

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