Juan 20, 19-23
Jerusalén, año 28. Abril, según algunos expertos. Un hombre de carácter recio y duro como una piedra, sigue de lejos al nazareno denunciado por los líderes judíos, apresado y conducido al Palacio de Herodes, procurador romano. Su nombre es Simón, pero el Maestro lo llamará Pedro. Apenas hacía unas horas habían cenado juntos, con los demás discípulos. Jesús había anticipado lo que pasaría, pero ni él, Pedro, ni los demás, podrían entenderlo. También eso lo había anticipado Jesús, y les prometió que él se iría, pero les enviaría al Espíritu Santo, y que el Espíritu Santo vendría a ellos y les haría comprender toda la verdad. Les anticiparía que también ellos, los discípulos, serían perseguidos lo mismo que el Maestro, pero les pidió también que tuvieran ánimo y no miedo, porque Él les enviaría al Espíritu Santo como Abogado y Defensor. El Espíritu Santo. Y aun les reiteraría que vendría como Espíritu de la Verdad, Espíritu que daría gloria a Jesús mismo.
La gente se acercaría a Simón Pedro; lo interrogarían, lo increparían, lo llamarían Discípulo del Nazareno, y él lo negaría. Tres veces. También eso lo había anticipado el Maestro, y él lo había olvidado a los pocos segundos. Y entonces, cuando hubo comprendido que había sido cobarde, que había abandonado al Maestro, y había desesperado, soltó a llorar. Después huyó y no fue testigo de lo que el Discípulo Amado contempló sosteniendo con su brazo a la Madre del Señor, el momento supremo en que la vida brotó de la muerte, el momento en que Jesús, inclinando la cabeza, entregó el Espíritu. Lo recibiría más tarde, con los otros discípulos, cuando encerrados por miedo a los discípulos, se apareció Jesús en medio de ellos y les dijo "La paz esté con ustedes", y soplando sobre ellos les dijo: "Reciban el Espíritu Santo."
Habitado por el Espíritu de Jesús Resucitado, Simón Pedro dialogó con su Maestro algún tiempo después, una mañana tibia de pesca, en la que había almorzado los peces asados que el Señor le devolvió.
-Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?
-Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
-Apacienta mis corderos.
-Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
-Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
-Cuida de mis ovejas.
-Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?
-Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero.
-Cuida de mis ovejas. Te aseguro que cuando eras más joven, tú mismo te vestías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y será otro quien te vestirá y te conducirá adonde no quieras ir.
Y comenta el narrador del Evangelio: "Jesús dijo esto para indicar la clase de muerte con la que Pedro daría gloria a Dios."
San Salvador, 3 de febrero de 1977. Mons. Óscar Arnulfo Romero es nombrado Arzobispo de San Salvador. Nacido en 1917 en el seno de una familia sencilla, su padre era telegrafista, ingresó al seminario a los 13 años. Por su piedad y su inteligencia fue enviado a estudiar Teología en la Universidad Gregoriana de Roma. Después de algunos años como párroco fue nombrado secretario de la Conferencia Episcopal Salvadoreña y ordenado Obispo Auxiliar de San Salvador, luego Obispo Titular de una Diócesis pequeña, rector del Seminario Mayor de san Salvador, hasta antes de él dirigido por los Jesuitas. Ahí construyó una fuerte amistad con el P. Rutilio Grande, jesuita. El Salvador vivía entonces bajo un régimen de fuerte represión militar en contra de los derechos humanos, derechos cuya defensa era enarbolada especialmente por religiosos y sacerdotes católicos.
En 1989 se filmó en el estado mexicano de Morelos la película Romero, que cuenta la vida de Monseñor. Hay en la cinta una secuencia que sintetiza la vida del Arzobispo salvadoreño. El ejército ha tomado la Iglesia de una comunidad donde se defendían fuertemente los derechos de los pobres. Alguien avisa a Monseñor que el ejército ha tomado la Iglesia, y él decide ir para rescatar y traer consigo el Santísimo Sacramento del sagrario del templo profanado. Monseñor entra, pero los soldados impiden que se acerque; cuando Romero se empeña en ir al sagrario, un soldado ametralla primero el Cristo crucificado que preside el altar, luego el sagrario y finalmente el cupón con la reserva del Santísimo; después de ser apuntado, Monseñor da media vuelta y se retira.
Sus biógrafos coinciden en señalar que el asesinato de su amigo el P. Rutilio Grande, junto con otros dos campesinos, comprometidos como él con la causa de los pobres y los desaparecidos, fue decisivo en su lectura del Evangelio y en su manera de guiar a la Iglesia. Pareciera que en esos momentos hubiera venido sobre Monseñor el Espíritu de la verdad. Hasta entonces había compartido con el Señor su Pan y su Mesa, pero como pasó con Simón Pedro, pareciera que no lo conocía, y que sólo lo reconoció cuando vio acribillado el Cuerpo de Cristo nuevamente asesinado en la persona de su amigo, el P. Grande. Pareciera que Monseñor escuchara en esos momentos la voz de Jesús, que le decía: Óscar Arnulfo, ¿me amas más que éstos? Apacienta a mis corderos.
Entonces Monseñor, en vez de subir a su auto, dio media vuelta y, desafiando la amenaza de los militares, que lo apuntaban con sus armas, se dirigió hasta el altar, se puso de rodillas y comenzó a recoger una a una las hostias consagradas esparcidas por el suelo. Encima de su cabeza, las balas comenzaron a cruzar, los soldados disparaban ráfagas para intimidarlo. Lo levantaron en andas y lo echaron fuera. Pero pareciera que entonces vino sobre él el Espíritu Defensor. Tras el asesinato del P. Rutilio, Monseñor Romero se dio a la tarea de visitar a las familias de los desaparecidos, a dar a conocer públicamente sus nombres y sus retratos, a denunciar abiertamente la represión, a pedir la conversión de los asesinos del pueblo pobre. Como que el Señor le hubiera hablado al oído y al corazón y le dijera: Óscar Arnulfo, ¿me amas? Cuida de mis ovejas.
Por tercera vez volvió monseñor en ese rato a la Iglesia profanada. Se revistió de alba y de estola, que significa las ovejas que el pastor lleva sobre sus hombres, según nos ha recordado el Papa Francisco, y entró así nuevamente en el templo profanado. Pero esta vez no ingresó solo, los padres de la comunidad y la feligresía del pueblo se le unieron, lo rodearon e ingresaron juntos. Esta vez no lo detuvieron ni las amenazas ni las armas de los militares. Monseñor habló al pueblo, y reconoció en él el rostro del Señor Crucificado. Pareciera que sobre él hubiera venido el Espíritu del Señor y le hubiera hecho comprender que con su vida, y con la muerte que tendría, daría gloria a Jesús. Fue asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras presentaba las ofrendas en la Eucaristía de la mañana del lunes santo, en la Capilla del hospital de la Divina Providencia, de las Carmelitas Misioneras de santa Teresa.
Dos semanas antes de la Semana Santa de 1980, Monseñor anunció públicamente que le habían informado que entre los que serían asesinados la semana siguiente estaba él. Otros lo llevaban adonde no quería, para él ni para nadie: a la muerte violenta y represora. Pareciera que hubiera escuchado nuevamente, como Pedro, las palabras del Señor: Óscar Arnulfo, ¿me amas? Cuida de mis ovejas. Monseñor Romero comentó la información de su posible asesinato con estas palabras: Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Matarán a un obispo, pero la Iglesia de Cristo no perecerá. El anhelo de Monseñor, su lema episcopal, fue una frase de san Ignacio de Loyola: sentir con la Iglesia. Romero sintió el hambre y el dolor de su pueblo. Sintió la cruz de los salvadoreños, y crucificado con él, sobre él sopló su Espíritu el Señor Resucitado.
Un día, hincada sobre una silla, las manos juntas sobre el respaldo, mirando hacia arriba, Mafalda exclamó: "Está bien que nos hayas hecho de barro, pero ¿por qué no nos sacas un poquito del pantano?" Está bien, somos barro. Pero somos también espíritu. Somos humanos por el Espíritu de Dios, por el Aliento que nos sopló, por este Espíritu en el que vivimos, por el que nos movemos y gracias al cual existimos. Éste el es Espíritu que hoy celebramos, el Espíritu que Jesús prometió, su propio Espíritu, el Espíritu que nos hace hijos y nos hace pueblo, Espíritu por el que comprendemos la verdad, por el que nos reconocemos Cuerpo del Hijo, Espíritu que aboga por nosotros y nos hace fuertes en la debilidad, el Espíritu por el que somos la Iglesia del Señor, la Iglesia que vive para dar gloria y honor al nombre de su Señor ahora y por los siglos de los siglos.
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