Marcos 16,15-20
Con cariño para Ana, en su cumpleaños.
Con cariño para mi tía Clemen, en su tercer año de vida plena.
Una vez Mafalda platicaba con Felipe, mientras hacia ellos caminaba Susanita, a lo lejos: "¿Te imaginas? ¡Ir a Londres, París, Nueva York! Y luego: 'Señores, se ruega ajustarse los cinturones'. ¡Y volar! ¡Cada dos por tres volar!" Entonces Susanita, que se había acercado ya y había puesto cara de antojo, exclamó: " ¡A mí también me gustaría ser azafata!" "¿Azafata?", le contestó Mafalda, "hablamos de ministros de Economía, Susanita." Con el cielo pasa exactamente lo que pasó con Susanita: nos quedamos cortos.
Es imposible describir el cielo, probar su existencia de manera tajante, científica, pero eso tampoco quiere decir que no existe. Cuando decimos "cielo", que "Jesús bajó del cielo" y, tras su resurrección "subió al cielo", es una manera de hablar, usar imágenes para evocar una realidad que nos desborda porque es propia de Dios: el cielo es la realidad totalmente habitada por Dios, donde la vida es plena, enteramente planificada por el amor. Más que otro sentimiento, de repente me da ternura la ingenuidad con la que algunos científicos dicen que no existe el cielo o no existe Dios, porque toman los textos bíblicos de manera fundamentalista, al pie de la letra, y que critiquen nuestra fe por eso, como si nosotros desacreditáramos a los médicos que, sabiendo que el órgano del enamoramiento es el hipotálamo y no el corazón, dicen a alguien: "te amo con todo el corazón". Nos dirían que lo que quieren decir es otra cosa; pues nosotros lo mismo.
Una de las grandes maravillas del evangelio no es sólo la revelación de que existe el cielo, una dimensión no geográfica pero no por ello menos real; no sólo que todos hemos sido llamados a participar de la vida plena de Dios en lo que llamamos "el cielo"; no sólo que nos invita a contemplar "el cielo" como nuestro destino, sino que "el cielo viene a nosotros". El evangelio narra que Jesús, tras la resurrección y antes de volver al cielo, nos pidió anunciar el evangelio y señaló que este anuncio vendría acompañado de signos milagrosos: curar enfermos, combartir el mal, resistir el veneno de las serpientes. Esto es posible porque el cielo viene a nosotros, y viene a nosotros porque la puerta que separaba el cielo de la tierra quedó definitivamente abierta tras la cruz y la resurrección de Jesús. Ésta fue la gran revelación de Esteban, primer mártir de la Iglesia; antes de morir lapidado, Esteban exclamó: "Veo los cielos abiertos, y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios."
El Antiguo Testamento presenta también un pasaje muy elocuente. Tras su huida, Jacob, cuando la noche lo alcanza, decide dormir y recuesta su cabeza sobre una piedra. Durante el sueño, ve una escalera que une el cielo con la tierra, y ángeles de Dios subiendo y bajando a lo largo de ella. Cuando despierta, Jacob unge la piedra con aceite y exclama, lleno de asombro: "Este lugar no es otro que la Casa de Dios y la Puerta del Cielo." Es verdad que el cielo existe y que su puerta está definitivamente abierta. La clave está en cómo entrar a la Casa de Dios, en cómo cruzar la Puerta del Cielo. El próximo martes 23 de mayo será beatificado Mons.Óscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador de 1977 a 1980; asesinado por grupos de extrema derecha ligados a la oligarquía, Mons. Romero fue acusado de ser parte de la Teología de la Liberación, tachada de marxista y atea durante muchos años, y el año pasado reconocida por la Congregación para la Doctrina de l aFe como uno de los aportes más importantes de América Latina a la teología mundial. El que fue su secretario hasta su muerte, declaró que Mons. Romero no leía a los teólogos latinoamericanos, sino el Evangelio y a los Padres de la Iglesia. Con ello indicó que la acción de don Óscar Romero no brotaba de nadie sino de Dios mismo.
Mons. Romero descubrió que los pobres, conforme a las enseñanzas de Jesús en el Evangelio, que los pobres son Casa de Dios y Puerta del Cielo. Con Mons. Romero aprendemos que la manera para entrar al Cielo está en acercarnos a los pobres, a los necesitados, a los pecadores, a los desposeídos, a los excluidos, con compasión y misericordia, como hizo Jesús. Más aún, cada uno de nosotros, por ser imagen y semejanza de Dios, somos Casa de Dios y Puerta del Cielo. Llegará el día en que tendremos que reconocer que al cielo no se entra por la puerta del perfeccionismo, de la escrupulosa observancia, del sentimos mejores que los demás, del enorgullecernos porque nuestras túnicas están inmaculadas por la eficacia de nuestros esfuerzos, sino que podemos cruzar la Puerta del Cielo revestidos de vida nueva y dignidad porque nuestras túnicas han sido blanqueada por la sangre del Cordero. El cielo se nos da, no lo ganamos; entramos al cielo no por " ser buenos", sino por ser infinita e incondicionalmente amados.
Recuerdo aquellos primeros días de octubre de 1999. Un jueves que disuadí a mi mamá no ir a la Hora Santa para ir juntos al cine a ver La vida es bella. En pocos días mi papá cumpliría dos años de haber muerto. Dos semanas antes del aniversario, ella misma estaría en el cielo. La Vida es bella cuenta cómo Güido, judío en los brutales días de la Segunda Guerra Mundial, casado con una mujer cristiana y padre de un pequeño al que llamó Josué, fue confinado con su familia en Auschwitz. Para evitar al niño el horror del campo de concentración, Güido hizo creer a Josué, que participaban de un concurso, una competencia entre equipos de padres e hijos, y que la pareja ganadora se llevaría a casa un gran tanque de guerra. Hacia el final de la película, luego de mantener su narrativa hasta el fin, Güido es asesinado poco antes de la liberación de parte de los aliados. A la mañana siguiente, habiendo pasado la noche oculto, Josué observa con el rostro desencajado de alegría la entrada de un tanque estadounidense. Entonces gritó con todo sus pulmones: "¡E vero!" "¡Es verdad!" Pues bien, llegará el día en que cruzaremos la Puerta del Cielo y entraremos para siempre en la Casa de Dios. Descubriremos que la fiesta está preparada y ahí estarán, revestidos de gloria, los nuestros, aquellos a los que ayudamos, aquellos a los que perdonamos, aquellos a los que quisimos y seguimos extrañando. Los veremos con el rostro desencajado, y gritaremos frente ellos: ¡E vero! ¡Es verdad! Entonces comprenderos que el combate habrá terminado y habremos ganado la Vida Plena. Amén.
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