1 Pedro 3,15-18; Juan 14,15-21
A todos nos espantan las amenazas y todos hemos sentido miedo. Las amenazas
siempre lo generan. La naturaleza muchas veces nos causa miedo. Yo esta noche
dormí con miedo; miedo de que durante la noche la lluvia nuevamente volviera a
correr por las paredes y los pisos del templo; otros, que han padecido
verdaderos desastres, seguro que no han podido dormir a causa del miedo. A
veces lo que nos atemoriza es el ambiente social en que vivimos. Cuando me
asaltaron y subieron a un carro hace varios años, el miedo me hizo evitar la
calle del “levantón” durante un año, un año exacto. Otras veces somos nosotros
mismos los que nos damos miedo, el más cercano de la familia, cuando sus
reacciones son injustificablemente desmedidas; y quizá el peor de los miedos
sea a uno mismo, cuando, por usar las palabras de san Pablo, hacemos el mal que
no queremos y no hacemos el bien que sí queremos.
Sea lo que sea lo que nos amenace, venga nuestro miedo de donde venga, el
miedo siempre sabe a impotencia y soledad. Lo que podemos controlar no nos
asusta, pero cuando estamos conscientes de dónde viene el temor, y lo seguimos
sintiendo, experimentamos la dura sensación de la fragilidad; somos
vulnerables. A veces nos acompaña el llanto, pero casi siempre lo vivimos en
soledad; no porque estemos realmente solos, sino porque el corazón se siente
solo, como cuando se vive el luto, y visitamos a los dolientes a darles
nuestras condolencias, palabras y gestos de cariño para expresarle que
compartimos su dolor; y nuestro consuelo, palabras y gestos de cercanía a
través de los cuales queremos decirle a alguien que no está solo porque su
soledad es compartida.
La perspectiva de la muerte, lejana o inminente, es quizá y con mucho, la
causa del miedo más universal. La carta de Pedro es una carta que surge en
medio de una comunidad cristiana duramente hostigada y criticada, precisamente,
por ser cristiana. Pero las palabras de Jesús a sus discípulos forman parte de
su despedida en la noche de la Última Cena, y Jesús sabía que le esperaba la
muerte, y sus discípulos lo intuían aunque no entendían, y a las pocas horas
estarían viviendo el dolor de la muerte del Maestro, el aparente abandono de
Dios, el miedo frente a judíos y romanos; estarían viviendo miedo y soledad,
con la amenaza de compartir el brutal destino de Aquel que con inmenso amor los
llamó “amigos” y dio la vida por ellos.
Si me aman, les dijo Jesús esa noche, y hoy a nosotros este día a través de
su evangelio, si aman, cumplan mis mandamientos; lo cual quiere decir, para
evitar la sospecha de un chantaje de parte de Jesús, si me aman, vivan en el
mismo amor con que yo los he amado. Vivir el mismo generoso y servicial amor de
Dios no debe ser causa de miedo, mucho menos de vergüenza. No han de ser la
vergüenza y mucho menos el miedo quienes lleven la batuta de nuestra vida, no
es que no lo sintamos, es simplemente que el miedo paraliza, y los hijos de
Dios nacíamos para caminar, y caminar, como invitó Dios a Abrahán, hasta
alcanzar la plenitud.
Ésta es, en el evangelio de san Juan, la primera promesa de Jesús der que nos
enviará al Espíritu Santo, el primero de varios avisos; promesa cumplida en la
cruz, en la entrega de su Espíritu al momento de inclinar su cabeza y exhalar.
Promesa reiteradamente cumplida la tarde del mismo día de la resurrección,
cuando el Señor sopló sobre sus Apóstoles el mismo Espíritu que Juan vio que
descendía sobre Jesús en el Jordán, el mismo Espíritu en el que hemos sido
bautizados, el que nos hace nacer de verdad y para siempre, como dijo Jesús a
Nicodemo, para vivir la plenitud del Reino de Dios, el Espíritu que va y viene
y sopla donde quiere, porque es Fuerza y es Libertad. Dios es Espíritu, y lo
adoramos en Espíritu, dijo Jesús a la Samaritana, y esto quiere decir, pienso,
que nuestra vida da culto agradable a Dios cuando nos sumergimos en el
Espíritu, cuando nos sumergimos en el Amor de Dios y nos dejamos desbordar por
Él viviendo en amor y libertad, caminando con su fuerza hacia donde y hasta
donde Él quiera llevarnos.
Un día dijo Miguelito a Susanita: “¿Sabes?, ando preocupado, Susanita,
resulta que…” “¡Ah no, Miguelito!”, lo interrumpió, “yo soy amiga tuya, no de
tus preocupaciones, yo no siento cariño por tus problemas, sino por ti, todo mi
cariño por ti.” Miguelito le respondió: “¡Oh, gracias Susanita!”, y luego
viéndola partir, se dijo: “¿Gracias?”. Dios no es así. No estamos solos. Desde
la creación misma el Espíritu de Dios sopla sobre todo cuanto existe; desde
siempre el Espíritu es Vida y es Fuerza. Desde la Cruz, Jesús nos comunicó la
Fuerza y la Libertad del Amor con que entregó su vida, y con esa misma Fuerza y
esa misma Libertad, tenemos que sobreponernos al miedo, encarar nuestras
batallas, y hacernos dignos de la paz que es también don de Dios. Amar, y
cuanto es del amor, no es de cobardes, sino de valientes. Los hijos de Dios no
podemos no serlo, porque hemos recibido su Espíritu. En el terremoto de 1985 en
la Ciudad de México murieron muchos habitantes, pero la fuerza de la compasión,
la libertad de la misericordia sopló y la ciudad se levantó de nuevo.
Por eso, exhorta la Primera Carta de Pedro, demos razón de nuestra
esperanza a todo el que nos pida explicaciones, con sencillez y respeto, con la
conciencia limpia: hemos sido marcados con el sello del Espíritu, que es Amor, Vida,
Fuerza y Libertad, y vivimos por Él.
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