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Qué comeremos, qué beberemos: Dios o dinero

Mateo 6,24-34

Pues sí. Si yo me atreviera a hacer un ejercicio de estadística, me atrevo a afirmar que apenas dos o tres dirán tajantemente que no les preocupa ni lo que van a comer ni lo que van a vestir mañana. Pero más de una preocupación económica seguro que sí tendrán: renta, pago de toda clase de servicios: luz, teléfono, salud, etc. Son cosas que nos preocupan a todos. Todos hemos tenido esa experiencia, si lo sabré yo, que un buen día me fui de mi casa y supe lo que es no saber cuándo volvería a comer. Y, sin embargo, el mensaje de Jesús en el Sermón de la Montaña nos lanza dos grandes advertencias.
 
La primera, no ser esclavos del dinero. O somos siervos del Señor, o somos siervos del dinero. No se trata de renegar de la sociedad monetarizada en que vivimos y de irnos todos al desierto, a vivir como ermitaños. Tampoco se trata de ponernos en plan de Chachita y Pedro Infante, y llorar nuestra desventuras por ser "nosotros los pobres·, y renegar de "ustedes los ricos". Yo creo, estoy convencido, que todos los seres humanos somos buenos por naturaleza. Dios nos ha creado a imagen y semejanza suya, y cada uno de nosotros nacemos siendo un reflejo de su bondad. Pero cuando damos una vuelta por el mundo, sea en propia carne o a través de los medios de comunicación, constatamos la triste realidad de la maldad humana.
 
Muchos tendrán su explicación. Yo pienso que la maldad humana es la dolorosa constatación de nuestra libertad, y creo también que la libertad es uno de los rasgos que nos asemejan a Dios. Dios es bueno por elección, no por obligación. En tal caso su amor por nosotros sería un acto de obligación. ¿Qué hace, entonces, que nuestra bondad natural se tuerza, que el plano de nuestras opciones se deforme, y entonces nos avoquemos a la maldad? ¿Qué hace que el asesino mate, que el secuestrador prive de libertad, que el violador ultraje? Sin duda que habrá un sinfín de razones, y en algún momento habrá que tomar conciencia de cada una de ellas.
 
Las palabras del Señor Jesús sobre el dinero me invitan a pensar en el papel que tiene el dinero en la deformación de nuestra libertad y, por lo tanto, de nuestro ser imagen y semejanza de Dios. De pronto el dinero actúa como si fuera una persona viva e inteligente, una mala persona endiabladamente viva y endemoniadamente inteligente, pero insensible e inhumana; inhumana y deshumanizadora. Pienso en la manera en que el dinero va y viene por los sistemas financieros, enriqueciendo a unos y empobreciendo a otros, muchos otros.
 
Un día Manolito tomó el arco y la flecha de Felipito y rompió el arco. Cuando Felipito vio con tristeza su arco roto, Manolito le dijo que no se preocupara, que le compraría otro igual. Felipito dijo: "No, Manolito, nunca podrías comprarme otro igual", "Te digo que igual -reviró Manolito-, ¿tan caro es acaso?"; "no, no es caro, pero éste me lo compró mi papá y si vos vas y me compras otro..., no sé, ya no sería lo mismo, ¿entendés?" "Ni jota -respondió Manolito-, ¿es que a él le hacen un descuento, o algo así?" El dinero nos distorsiona la visión y nos impide ver y, sobretodo valorar, lo que es de verdad importante: la vida, el amor, la ternura, la belleza, la solidaridad, la fraternidad, el perdón, que son cada uno de ellos un signo de la presencia de Dios en nosotros y en el mundo, y ventanas por las cuales nos asomamos hacia la eternidad.
 
Y aquí entra la segunda advertencia que lanza Jesús: la de no preocuparnos ni por lo económico ni por lo futuro. El dinero ciega y reduce al corazón al frío y oscuro rincón de lo que no tiene vida. Sé que el hambre y el frío son el pan nuestro de cada día para mucha gente. Recuerdo que Jesús pronunció estas palabras a una multitud  de desposeídos que tenía hambre y sed de justicia, y recuerdo también que a ellos los llamó dichosos porque de ellos es el reino de los cielos y le aseguró que un día heredarán la tierra. Quien se preocupa afanosamente por la comida y el vestido, vale menos que la comida con que se alimenta, y que el vestido con se cubre. El Padre celestial sabe lo que necesitamos, y nosotros hemos de saber que por mucho que necesitamos, seguimos siendo hijos de Dios; el hambre y la pobreza no disminuyen nuestro valor, porque llevamos inserta la vida de Dios y toda su dignidad.

No hay que preocuparse, dice el Señor Jesús, sino buscar el reino de Dios y su justicia. Dios reina y se cumple su voluntad cuando nos vemos con la compasión con que Él nos ve, y nos tratamos con la misericordia con que Él nos trata. Dios reina y se cumple su voluntad cuando ayudamos en secreto porque nos importa curar y cuidar la vida del hermano, y no el usar la necesidad del otro para ganarnos buena fama. Dios reina y cumplimos su voluntad cuando anteponemos el amor al odio, el perdón a la ofensa, la reconciliación a la exclusión. Si de verdad buscamos primero el reino de Dios y su justicia, abriremos bien los ojos del corazón, y aprenderemos a ver en nosotros el reflejo de Dios, nos reconoceremos hermanos y romperemos el hielo de la indiferencia. Creo que del reino de Dios y su justicia nacen el arte y el disfrute de la belleza. A mí cuesta entender que los nazis fueran amantes del arte, porque no puedo imaginarme la sensibilidad de un corazón que, lejos de estremecerse, se regocijara con la muerte de los otros que también son hijos de Dios.

Buscar el reino de Dios y su justicia es confiar en nosotros, en nosotros mismos y en los demás, porque reflejamos la bondad de Dios. Aprendemos que si ayudamos, desencadenamos círculos de fraterna solidaridad. Dejamos de preocuparnos del hambre de mañana, para ocuparnos de los que padecen hambre el día de hoy. La compasión, la misericordia, la solidaridad, son los latidos con que Dios da vida al mundo. Se dice que los bebés tienen bien grabados los latidos del corazón de mamá, y que es el ritmo de estos latidos los que le dan seguridad y lo  arrullan para que duerma tranquilamente. Aunque una madre se olvide de sus hijos, yo no te olvidaré, dice el Señor por boca del profeta Isaías. Por boca de Jesús, Dios nos invita a sentir confianza y esperanza. Los latidos de su corazón, el ritmo de su amor, es lo que nos permite recuperar la paz y los sueños. Y es que, ¿cuándo podría abandonarnos nuestro Dios?

 
 
 

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