Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo; de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas cosas, y que quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la Tierra, que como tenía nombre de padre –siendo ayo- le podía mandar, así en el Cielo le hace cuanto le pide.
Esto escribía santa Teresa de Jesús en el siglo XVI sobre san José. Su amor por san José es grande, nadie lo puede negar, y la protección que san José ha tenido sobre el Carmelo también lo ha sido, ni quien lo niegue. Pero a mí lo que me espanta no son las grandes mercedes que realiza san José; las obras de san José me maravillan, y me hacen agradecer infinitamente a Dios por san José. Por el contrario, es cosa que espanta el gran silencio sobre san José; no el gran silencio de san José, su silencio estremece por elocuente, por humilde, por su caballeroso hacerse a un lado ante su Hijo, Rey y Señor, Palabra eterna del Dios vivo.
Es cosa que espanta que en la recitación del credo no mencionemos a san José. Es cosa que espanta el hecho de que san José no sea mencionado en la confesión de nuestra fe. Es cosa que espanta. Pareciera que Jesús es el hijo de una madre soltera, pareciera que el milagro de la Encarnación sólo tocara la dimensión de la biología y se olvidara del amor y de la historia. Es cosa que espanta. Nació de María la Virgen, confesamos. Pero los evangelios siempre se refieren a ella en primer lugar como la Virgen esposa de José, el descendiente de David. Después, y sólo después, nos dirán que el nombre de la Virgen era María.
Es cosa que espanta hacer a un lado a José, el hijo de David; no confesar a José en el Credo es prescindir de la historia del pueblo. Jesús no es sin más el milagro de una concepción virginal; y el Dios al que confesamos no es simplemente el Dios mago que sacó el mundo de la nada; es el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Israel; el Dios del Éxodo y de la Libertad; el Dios Pastor del Pueblo, el Dios de David y Salomón, el Dios hacedor de la promesa de un mesías, el Dios fiel que siempre cumple su promesa, ¿dónde está eso en el Credo? José es el eslabón que une al Mesías con su pueblo y con su historia.
Jesús no se encarnó sin más virginalmente en el vientre de María; Jesús se encarnó virginalmente en el vientre de la esposa de José. Jesús vino al mundo en el seno de un hogar donde el amor unió a los esposos, y el amor acogió y dio calor al Amor, lo alimentaron, lo cuidaron, lo vieron crecer y madurar. Los hijos se parecen a los padres. Sin José, ¿dónde queda la varonil presencia de Jesús, la autoridad de sus palabras, su amor por las ovejas, su masculina ternura y su respeto frente a la mujer, su capacidad para sentarse en medio del templo y de la sinagoga y hablarles de tú a los maestros de la Ley? Sin José, ¿dónde está eso en el credo?
Confesamos a Dios como Padre y así lo invocamos en la oración. Pero, ¿de dónde tomaría Jesús la idea y la audacia de cambiar a Dios su nombre para llamarlo como llamaba a un hombre que en la tierra tallaba la piedra, el hiello y la madera con las mismas manos con que tomaba los rollos de la Escritura, con las mismas manos con que alborotaba el cabello de su hijo? ¿Quién sudó para que llevar al fogón de Nazaret la comida que caliente pondría María sobre la mesa? ¿Quién escanció en su copa el vino con el que aprendió a bendecir al Señor la noche de Pascua? ¿Quién desveló para Jesús el rostro y el corazón paterno de Dios? ¿Dónde está eso en el Credo?
Un día Miguelito caminaba y veía sus zapatos, caminaba y los veía, entró a casa y se los quitó; avanzó por el pasillo y los contempló de lejos, para luego gritarles: "¿Vieron?, ¿qué sería de ustedes sin mí?" ¿Qué sería de nuestra fe sin san José? ¿Qué habría sido de Jesús? ¿Cómo llamaríamos al Padre? ¿De qué pueblo y de qué historia seríamos parte? ¿Dónde está eso en el Credo? Es cosa que espanta.
Yo sueño nombrar a san José en el Credo, y un día lo proclamarán mis labios en medio de la Asamblea Eucarística, antes de que nos envuelva el silencio de la muerte. Su nombre ahora es parte del canon de la misa y lo es por mérito propio; su lugar es único, es la sombra y la presencia del Padre en la tierra. Dirán que el Credo es el núcleo de nuestra Fe; yo sostengo que sin José el núcleo está incompleto.¡Cuánto diríamos si confesáramos que Jesús se encarnó de María, la Virgen esposa de José, el hijo de David! Pero aún no lo hacemos, y es cosa que espanta.
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