Lucas 2,1-20
Otra vez llegó la Navidad. Como cuando Mafalda le dijo a Guille: "¡Llegó la primavera!" Y el otro le contestó: "¿Cómo, no había llegado el año pasado?" Pero la Navidad es una fiesta que puede llegar miles de veces, y siempre la celebraremos con el mismo gusto. Como quiera, el nacimiento del Hijo de Dios no es un misterio que pueda comprenderse en una sola noche. Esta noche el Evangelio nos presenta diferentes miradas para contemplar el misterio.
Está en primer lugar, la lejana y corta mirada de César Augusto y la gente del Imperio, que en los demás ven esclavos y servidumbre, gente que ve desde el poder y la dominación, que ve el movimiento en que pone al mundo entero. Pero la suya, por lo mismo, es una mirada incapaz de ver el corazón humano, lo profundo de cada persona, la vida que Dios pone en movimiento, el niño que crece en el vientre de María.
Está la mirada de los pastores, que reciben en despoblado el anuncio de los ángeles. Los pastores eran gente mal vista, gente de mala fama a la que se le tenía miedo. Para ellos, el nacimiento de Jesús es buena noticia, porque Dios se acerca a ellos sin asco y a descubierto, porque Dios nunca siente repulsión por ninguno de los suyos.
Está la mirada de María, que contempla al niño y contempla la adoración de los pastores, y todo lo guarda en el corazón, y seguro se asombra de la fragilidad de su Hijo, y asimismo se emociona y llora por el milagro de la vida tierna e inocente que Dios ha puesto en sus manos, y tiembla de pensar que el Hijo de Dios tiene su carne y su sangre, y que se nutrirá de su leche materna, y sabe que ella, en su maternidad, como toda madre, también es un milagro de Dios.
Está la mirada de José, que se sienta junto al pequeño Niño y por más que lo contempla, no encuentra nada extraño ni nada extraordinario, y se pregunta cómo es que el Hijo de Dios puede ser en todo tan humano como él. Y ésta es la más extraordinaria maravilla de la Navidad, descubrir que Dios es tan humano como nosotros, tan pequeño y tan vulnerable, que se deja sostener en medio de sus rudas manos de artesano. Que Dios puede hacerse totalmente hombre y no por eso deja de ser Dios, y se preguntará si este recién nacido alcanzará un día la infinita estatura de Dios.
Está la mirada del Padre, que desde el cielo contempla complacido el inicio de la salvación, la divinidad contenida en la humanidad de Jesús. Infinitamente satisfecho de saber que un día aprenderá de María y de José a decir "mamá" y "papá"; y también "hermana", "hermano". La infinita mirada del Padre, que traspasa el tiempo y se deleita contemplando al Hijo que come y ríe con los hombres el pan y el vino de su trabajo, mientras les ofrece el pan y el vino de su propia existencia. Contemplando las palabras de perdón y los gestos de misericordia con que reconciliará a la humanidad herida por el pecado. Contemplando la valentía con que defiende la dignidad del pobre y el honor de la mujer. Contemplando la entera fidelidad del amor que desde la cruz rasga el velo de la muerte que nos separaba de la eternidad.
Y nosotros contemplamos al niño envuelto en pañales y no dejamos de asombrarnos que en él duerma la eternidad. Lo contemplamos en silencio y de rodillas, y nos emociona que un día Dios se haya hecho uno de nosotros, y que nuestra humanidad no sea más un barro de pecado, sino la dignificada arcilla sobre la cual Dios ha venido a soñar. A soñar que no hay noche eterna que no reciba una luz. A soñar que no hay hermano nuestro que se quede sin techo y sin pan. A soñar que no hay algo del corazón de Dios que no nos sea dado del todo y para siempre. Puede que sea un sueño, pero es el sueño de Dios, y nosotros lo arrullamos con cantos y lo acompañamos con velas y flores de nochebuena, para que en medio de nosotros, Dios sienta el calor de su hogar.
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