En este Domingo Mundial de las Misiones, quiero compartir un poco sobre la vocación misionera de nuestra familia josefina. Desde la fundación de la Congragación en 1872, el P. Vilaseca soñó con enviar misioneros a los indios bárbaros, que no eran bárbaros por su ignorancia o su vida rústica, sino por estar en guerra con el Gobierno; en 1521 había sido conquistada la gran Tenochtitlán, pero la totalidad de los grupos indígenas estaba aún lejos de ser conquistada totalmente. Quizá la inquietud le nació cuando aún era vicentino, en 1859, viajó de México a Monterrey, en carreta, y en el camino se comentaba el peligro que se corría por los asaltos y asesinatos de los indios bárbaros, pasó por los lugares de mayor peligro, y donde otros vieron ladrones y asesinos, él vio hijos de Dios carentes del amor de su Padre.
Los primeros josefinos que fueron enviados a los indígenas estuvieron entre los lacandones, los yaquis, los huicholes y los tarahumaras. Yo recuerdo algunas de mis experiencias de turista o de misionero en varios de estos lugares. Recuerdo el insoportable calor húmedo de Palenque, el calor abrasante de Sonora, que me hacía preguntarme porqué no había gente en las calles a las tres de la tarde, y Ciudad Obregón me parecía un pueblo fantasma, el sopletazo del aire en la cara bajando del camión que me hizo correr de los andenes, me disipó toda duda. Recuerdo una semana de misiones, en navidad, en la sierra del nayar, entre los huicholes, llegué preparado para el frío extremo, con ropa térmica y un chamarrón impermeable. Había estado en la Tarahumara en julio, subí en el techo de los vagones del Chihuahua Pacífico, comenzamos el viaje a 30 grados de temperatura, y en la noche estábamos en Creel sobre los 2 grados, los hoteles ofrecían servicio de calefacción, así que me fui preparado para el nayar, como si fueran las mismas condiciones, y tanta garra para el frío sólo me sirvió de colchón, porque dormíamos sobre el piso y el calor seco del desierto era insoportable.
Y ahora que pasa el tiempo, me pregunto, cómo le hicieron los primeros josefinos y las primeras josefinas para llegar a lugares tan inhóspitos y lejanos. Yo tardé doce horas en el tren de Los Mochis a Creel, la correspondencia de la época dice que los primeros josefinos hicieron un viaje de 46 horas en tren, tres días en carreta y seis días en mula. Yo hacía viajes de mochilazo, con lo mínimo indispensable, y no logro imaginarme que cien años antes josefinos y josefinas llevaran las grandes maletas, quizá lo más pesado serían el cáliz y el misal. Por lo menos a la misión del Yaqui, en Sonora, los josefinos llevaron los menesteres sagrados que la esposa del Presidente Porfirio Díaz les compró personalmente en las Fábricas de Lyon, que aún existe sobre la calle de Madero, entonces Plateros, a unos metros del zócalo. Y me pregunto qué comían en tantos días de camino, ni modo que llevaran tortas o almorzaran en el algún Sanborns a mitad de la carretera que no existía.
La misión del yaqui terminó de manera trágica. Los josefinos, particularmente el P. Fernando Beltrán, que después fue párroco del Espíritu Santo, en Santa María la Ribera, en la última década del siglo XIX, fueron intermediarios del gobierno para negociar un acuerdo de paz. Pero el gobierno de Díaz faltó a su palabra y traicionó la negociación asesinando a Tetabiate, el líder yaqui. El P. Vilaseca reclamó personalmente la traición a Díaz, y en protesta retiró a los josefinos de la misión. De la misión del Nayar surgió el hermano josefino Marciano Ríos, huichol secuestrado por un grupo de bandoleros, vendido como esclavo, fue comprado por el Obispo de Zacatecas, José Guadalupe Alva, quien le dio libertad, asilo y educación, con el paso del tiempo, el hermano pidió volver entre los suyos para evangelizarlos; ellos casi le dieron muerte, él les devolvió la vida del Evangelio. Entre los tarahumaras estuvo el P. Tomás Rodríguez, gran misionero y gran escritor, gracias a cuyas crónicas conocemos muchos detalles y anécdotas de los primeros josefinos y de sus primeras misiones.
Hoy estamos entre los huastecos de San Luis Potosí; entre los mazatecos, al norte de Oaxaca, casi en la colindancia con Veracruz, y en el santuario de Muxima, en Angola. A los tres lugares llegamos cuando nadie quería ir, por la incomunicación, el hambre y la pobreza. Josefinos y josefinas estamos ahí donde nos quería nuestro Fundador, entre indígenas. Yo estuve apenas seis meses en la misión de la mazateca. Ya los viajes anteriores me habían hecho entender el porqué de las tres grandes virtudes misioneras que quería el P. Vilaseca de los josefinos: sencillez, humildad y celo. Sencillez para hablar el lenguaje de los indígenas, humildad para vivir como ellos, con ellos y comer lo mismo que ellos; celo, es decir, ganas de querer estar ahí, en lugar de salir corriendo.
También he entendido las otras tres virtudes del misionero: lomo de burro, hocico de puerco y corazón de paloma. Recuerdo mis días largos largos largos en Mazatlán Villa de Flores (no el puerto de Sinaloa, sino el rincón de la mazateca), las caminatas por los cerros en medio del lodazal y bajo la lluvia, los derrumbes a mitad de camino que nos hacían regresar a buscar otro camino antes de que cayera la noche, las hormigas que se me subieron mientras me echaba en el pasto a tomar la foto de una cruz de madera sobre el fondo de la cordillera, la coralillo, la tarántula afuera de mi cuarto y el alacrán dentro, todo eso es anécdota. Pero querer escuchar a una anciana que llora aunque no entendiera su idioma, dar la bendición a una anciana echada sobre un petate en el suelo y a punto de morir, ser testigo de la boda de dos jóvenes que se miran con ternura y sueñan con el futuro, es cosa por la cual hay que bendecir a Dios y darle las gracias, por esta Iglesia misionera que sigue estando ahí donde nadie más quiere estar.
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