Lucas 24,46-53
Cada año celebramos, hacia el final del tiempo de la Pascua, la ascensión de Jesús al cielo, ocurrida, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, a los cuarenta días de la resurrección. Los Hechos de los Apóstoles es un libro escrito por el evangelista san Lucas; y es el único de los cuatro evangelistas que nos narra este acontecimiento. Así que en este año litúrgico, en que la Iglesia ilumina sus celebraciones con la narración evangélica de san Lucas, lo podemos celebrar con toda propiedad. Queda la duda, ya alguna vez comentada de cuándo ocurrió, para Lucas, la ascensión: la noche del mismo día de la resurrección, o cuarenta días más tarde. Y salvo que digamos que padecía demencia senil, más bien hay que pensar que Lucas quiso mantener la diferencia en los datos intencionadamente.
Desde el punto de vista de los demás evangelios, lo que queda claro que el Señor resucitado se quedó entre nosotros, aunque de una manera misteriosa, y lo que importa es, por un lado, descubrir los signos o las huellas de su presencia; y, por otro, apropiarnos de la fuerza de su presencia para vivir en plenitud, ya desde aquí, el Reinado de Dios o Reino de los Cielos. El testimonio de la Escritura en su conjunto nos muestra a Dios acercándose siempre a nosotros como lo que es, como Vida y como Amor. El Apocalipsis, que tan asociado está al fin del mundo, se hace eco de esta dinámica divina mostrándonos no la manera de subir a la Jerusalén del Cielo, sino de hacer que esta Jerusalén baje a nuestra tierra y se instaure plenamente en ella.
A mí me gusta esta dinámica, me gusta caer en la cuenta de que el cielo no es un lugar al que sólo se puede llegar después de la muerte, sino que Dios está continuamente viniendo a nosotros de tal manera que se esfuerza por hacer de nuestra historia una historia de salvación, y que su presencia constante hace de nuestra tierra un cielo, puesto que está habitada, y a veces también gobernada, por Él. Me gusta que el cielo no sea el falso consuelo con el que nos quieran disuadir del monumental esfuerzo por construir una mejor Iglesia, una mejor sociedad y ser una mejor humanidad. Por eso me gusta la última de las sentencias de Jesús en el evangelio de Mateo, invitándonos a no tener miedo, sabiendo que Él está con nosotros hasta el fin de los tiempos. Me gusta que en Marcos seamos, con las mujeres del sepulcro, invitados a volver a Galilea, a la vida de todos los días, a ganarnos la vida, defenderla y hacernos dignos de ella, como lo que somos, hijos del único Padre.
Pero también es verdad que en este mundo y en esta historia existen el fracaso, la desolación y la desesperanza. La injusticia es también, dolorosamente, incomprensiblemente, uno de los signos de todos los tiempos. Desde siempre la enfermedad y el abuso de poder traen consigo la muerte temprana, o la lenta agonía de ser testigo de la impunidad. A veces estamos tan mal, que ya ni siquiera tenemos la conciencia de que estamos mal, y vivimos con la conciencia embotada y el espíritu maltrecho. Entonces se nace como se muere. Se nace en la negrura de la pobreza y se muere en la negrura del absurdo y del sinsentido. Por eso creo que es bueno que Lucas nos haya transmitido la escena de la ascensión de Jesús. Porque necesitamos el cielo.
Necesitamos el cielo, y no como consuelo, sino como tremenda esperanza. Necesitamos tener la certeza de que el absurdo de la enfermedad, de la pobreza, de la injusticia y de la muerte, tiene un final, y que su fin está garantizado por Dios, por el Padre bueno que resucitó al Crucificado y lo llevó consigo a la plenitud de su vida. Necesitamos del cielo para cansarnos con provecho, y dejar atrás el hartazgo de lo gris y opaco de nuestros días, sabiendo que podemos hacer el esfuerzo de anticipar a nuestro tiempo el cielo que de cualquier manera nos aguarda, y al que es mejor hacer llegar antes que esperar sentados a que llegue. Necesitamos el cielo para que ninguna falsa luz nos deslumbre. Porque creo que los grupos criminales se nutren del hartazgo y ofrecen falsos espejos que distorsionan la propia imagen y regalan la ilusión de ser, por un instante, lo que de otra forma jamás se llegaría a ser. Entregarse a la muerte a cambio de cinco minutos de ostentar el dinero y el orgullo de los que tienen poder. De vivir sesenta años pobres, dicen, a vivir cinco años ricos... Necesitamos el cielo, para no vivir pobres y para no ponerle precio a nuestro dignidad.
Necesitamos el cielo, el cielo del evangelio, la Casa del Padre, la Vida en plenitud. Necesitamos el cielo abierto del evangelio de Lucas, al que somos llevados los que somos hijos. Necesitamos el cielo porque necesitamos la certeza de que no vivimos en vano, y que cada mañana amanece con la posibilidad de ser mejores. Es verdad, Jesús nos pide no quedarnos sólo con la mirada hacia arriba, que volvamos a hacernos cargo de la historia con nuestras propias manos. Pero también es verdad que primero necesitamos ver hacia el cielo, y ver las manos que desde arriba nos bendicen, porque sin su bendición, y sin las puertas abiertas de su Casa, ¿qué caso tendría ponernos a trabajar?
P.D. Si el cielo no existiera, la caída de los pumas, aunque con toda dignidad, no tendría esperanza. Pero hay un cielo y existe Dios, y la esperanza sostiene la resistencia. Volveremos a ser campeones.
P.D. Si el cielo no existiera, la caída de los pumas, aunque con toda dignidad, no tendría esperanza. Pero hay un cielo y existe Dios, y la esperanza sostiene la resistencia. Volveremos a ser campeones.
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