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El Espíritu: Viento y Fuego

Hechos 2,1-11

Con toda la intención de impactar el ánimo de su lector, el narrador de los Hechos se vale de las imágenes del viento y del fuego para describir la experiencia del Espíritu Santo sobre la comunidad de los seguidores de Jesús, reunidos en el Cenáculo, en compañía de la Madre del Señor. Ambas son imágenes de fuertes evocaciones bíblicas. La primera que viene a mi mente es la del profeta Elías en el monte Horeb, perseguido a muerte por el rey Ajab, tras la destrucción de los ídolos de su esposa Jezabel; y el profeta sufría por amor al Señor, porque el pueblo había roto su alianza con Él (1 Re 19,9-18). 

Viento fuerte e impetuoso fue la primera experiencia que tuvo Elías en el monte Horeb, y dice la Escritura que ahí no estaba el Señor; que vino luego un terremoto, pero el Señor tampoco estaba en el terremoto; que al terremoto siguió un fuego, pero el Señor tampoco estaba en el fuego, que finalmente vino una brisa suave, y que Elías se cubrió el manto y salió de la cueva en que estaba, porque comprendió que era el Señor. ¿Por qué no estaba el Señor en el Viento fuerte ni en el fuego, como sí estuvo el Espíritu del Señor en Pentecostés? Elías era un hombre valiente, intrépido como un huracán, llevaba en el corazón la intensidad del amor por el Señor, su propio espíritu estaba incendiado de amor por el Señor; su pasión por el Dios de su pueblo, el Dios de la Alianza, hizo estremecer al pueblo, lo sacudió como sacude la tierra los cimientos de las edificaciones. Sin duda, Elías era él mismo ráfaga de viento, terremoto, fuego impetuoso, y lo era porque el Espíritu de Dios estaba sobre él. Pero ahora necesitaba de Dios la ternura de la brisa, la caricia de un viento suave que le diera descanso en medio de la persecución, la calidez en medio de su soledad.

Yo creo que el Señor no estaba ni en el viento ni en el fuego que venían de fuera a Elías porque el Viento y el Fuego de Dios ya estaban dentro de Él por medio del Espíritu. En cambio, en el Cenáculo de Pentecostés, el viento y el fuego vienen de fuera porque el Espíritu de Dios es ahora el gran regalo del Señor Resucitado. Elías sufría por amor a Dios, traía el Fuego y el Viento por dentro. Pero el grupo de los seguidores de Jesús, nacía como Iglesia del costado abierto de su Señor, que había sufrido por amor a los suyos. El Viento y el Fuego que animaban desde dentro a Jesús, es ahora compartido por Jesús a sus discípulos. 

Yo creo que el Viento y el Fuego son la vida y la fuerza de Dios. Yo creo que el Viento y el Fuego nos vienen de Dios, como vinieron a los discípulos, y los portamos en el corazón, como Elías. Creo que nosotros la Iglesia somos portadores del Espíritu, y que constantemente estamos recibiendo de Dios su vida y su fuerza. Necesitamos la vida y la fuerza de Dios, cada día, con urgencia. Necesitamos creer que el Espíritu nos habita y nos capacita para enfrentar la vida con gallardía y dignidad, para no espantarnos ante lo duro de la injusticia, de la pobreza, del dolor y de la muerte. Necesitamos ser fuertes, para que ningún viento que no venga de Dios nos tire. Necesitamos el Fuego de Dios para dar calor al corazón ante el frío de la impotencia y la desesperanza, para derretir el hielo de la indiferencia. 

El mundo, la Iglesia misma, necesita la ráfaga del Viento y el ímpetu del Fuego, para saber amarnos, para amarnos con pasión, y defender al amor con valentía. El Viento y el Fuego, la fuerza que Jesús nos regaló en la cruz; la luz que rasgó la oscuridad en la noche de pascua; la vida nueva que nos sopló en la resurrección. Que nunca nos falten la luz y el calor de su Fuego; que no deje de soplarnos su Viento. Y cuando llegue la hora del descanso, que su brisa suave nos acaricie el rostro. Amén.

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