Juan 20,19-31
Apenas ayer, en el facebook de la Biblia Católica para Jóvenes, me encontré con esta idea: "Hay tres lecciones importantes que Jesús nos enseña: Dios siempre nos ama, Dios siempre nos perdona: Dios siempre está presente en nosotros. La religión se supone que tiene que traernos paz, alegría, esperanza, tranquilidad y consuelo. Si no lo hace, entonces algo anda mal..." P. Martín Padovani, SVD). Yo compartí el pensamiento y lo llamé: Teología en tres palabras.
Creo que este párrafo resume el sentido de la escena evangélica de Juan que contemplamos en este día. El gran problema de Tomás no es que no hubiera aprendido bien las lecciones de Jesús, que en el evangelio de Juan es el Maestro por excelencia y el Señor por excelencia. A diferencia del Discípulo Amado, que tenía puesta toda su identidad en el hecho, precisamente de ser discípulo de Jesús, y haber sido amado por Él; que vio y creyó que Jesús estaba vivo, y no necesitó más pruebas para aceptarlo: a diferencia de María Magdalena, que era discípula y seguidora fiel de Jesús, y no lo dejó solo ni en la cruz ni en la tumba, aunque tardó en comprender lo que había pasado con Jesús, y no lo reconoció cuando lo vio resucitado sino hasta que escuchó su nombre pronunciado por Él y sí creyó que era el jardinero; Tomás, en cambio, ejerció el derecho que tienen los buenos alumnos: el derecho de dudar, el derecho de comprobar por sí mismos.
El problema de Tomás creo que no era la falta de fe, sino la necesidad de reivindicar su fe quebrada cuando le fue herido el corazón. Que Jesús esté vivo no le puede ser indiferente, ver a Jesús, tocarlo, oírlo, experimentarlo, no le puede ser indiferente. Tomás lo amaba; fue cobarde como los demás, fue infiel como los demás, ¿por qué él no podía verlo como los demás? ¿Sería posible que Jesús, que nos trajo el amor y la vida de Dios, que curó al paralítico y resucitó al hijo del centurión romano, hubiese muerte así sin más, víctima del odio, de la envidia, del resentimiento, de la violencia?, ¿dónde quedaba entonces el amor de Dios? Y si Jesús estuviera vivo, ¿sería posible que Él, que había dado comprensión a la samaritana, perdón a la adúltera, perdonara su abandono y su infidelidad? ¿Sería verdad que Jesús pudiera estar nuevamente entre los suyos, como antes, como el vino nuevo de Caná, como Pan de Vida cuando comían juntos, podía ir a Él, a buscarlo como agua viva ahora que tenía sed?
Las dudas de Tomás, creo yo, no son las dudas del incrédulo racionalista, son las dudas del que no ha terminado de sentirse plena e incondicionalmente amado, como sí lo fueron el Discípulo Amado y María Magdalena, en su momento. Las dudas de Tomás tienen que ver con el amor de Dios que experimentó en Jesús. Necesita verlo y tocar sus heridas para experimentar que Dios nos ama siempre, por encima de la violencia, del dolor o de la muerte; más aún, que en el momento que en medio de la violencia, del dolor y de la muerte, es cuando Dios más nos ama. Necesita ver y tocar sus heridas para experimentar que Dios nos perdona siempre, hasta en la traición, la negación, la cobardía y el abandono, siempre y sin condiciones, que es, incluso, cuando más nos perdona; contemplar vivo a Jesús y palpar sus heridas es experimentar el perdón de Dios ahí donde nosotros herimos su amor. Tomás necesita ver a Jesús y tocar sus heridas igual que sus compañeros para entender que Dios siempre está en nosotros y está con nosotros, Tomás quiere experimentar y estar seguro de que aunque nosotros lo abandonemos, Él no nos abandona; que aunque nosotros somos infieles, Él es siempre fiel.
Tomás necesitaba ver a Jesús y tocar sus heridas para recuperar la paz, la alegría, la esperanza, la tranquilidad y el consuelo; la resurrección de Jesús es la restauración del espíritu roto de Tomás. Su profesión de fe en Jesús, "Señor mío y Dios mío", no son simples palabras piadosas. Paralelo a la redacción del evangelio, Domiciano, Emperador de Roma y cruel perseguidor de los cristianos, se hacía llamar "Señor nuestro y Dios nuestro". Tomás muestra que aunque el poder, la riqueza y la violencia parezcan gobernar el mundo, son el amor sin límites y el perdón sin condiciones los que de verdad hacen presente a Dios en el mundo, y que el amor y el perdón son los que nos hermanan y nos capacitan para experimentar siempre la presencia de Dios. El amor y el perdón brotan de las heridas del Señor crucificado y resucitado. Y del amor y del perdón brotan el consuelo, la alegría, la tranquilidad, la paz y la esperanza.
Las palabras de Jesús hacia Tomás no hay que imaginarlas como un reproche, sino como la última lección que el Maestro necesitaba enseñar a sus discípulos para llevarlos a la perfección del amor, que consiste primero en dejarse amar, como la samaritana; y luego en dejar los miedos, como Nicodemo; después amar como Él nos ama, con paciencia y sin condiciones, a cada uno, a su manera y a su tiempo; y finalmente, en celebrar juntos su presencia, disfrutarla como se disfruta el banquete de una fiesta, el vino de una boda. ¡Amén!
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