Isaías 25,6-8
El Señor todopoderoso preparará en este monte para todos los pueblos un banquete de exquisitos alimentos, un banquete de buenos vinos, sabrosos alimentos, vinos deliciosos.
Y en este monte destruirá el velo que cubre a todos los pueblos, el lienzo que tapa a todas las naciones.
Destruirá la muerte para siempre, secará las lágrimas de todos los rostros, y borrará de la tierra la deshonra de su pueblo.
Recuerdo un texto de Octavio Paz llamado “Todos santos, día de muertos”; forma parte de sus ensayos sobre el ser mexicano, recogidos en su libro El laberinto de la soledad. Si no me acuerdo mal, la tesis de Paz es que el mexicano, tras las burlas, los altares y las calaveras, esconde un profundo miedo a la muerte. Es probable que así sea, aunque no es lo que yo creo. Tengo el corazón rasgado a mordidas por la muerte. Se me ha muerto gente muy querida y la que más me ha querido. Mis muertos me duelen en estos días; a veces los lloro y los sigo extrañando tanto como el primer día de su ausencia. Por eso, frente a la muerte siento coraje, rabia, impotencia; a veces curiosidad, pero hace mucho que no le tengo miedo.
No es que yo sea el mexicano promedio, pero soy creyente aferrado a la certeza y la confianza de la vida eterna. Mucho hay que decir y esperar sobre la fe y sus variadas y obligadas repercusiones en esta vida, pero si no hay vida después de la muerte, muchas gracias y ahi nos vemos. Sigo siendo creyente. Por lo tanto, el tiempo que vivo es también un tiempo de expectación. Aquí en Mazatlán, donde la vida litúrgica y eclesial gira en torno a los muertos, estos días son los días de mayor fiesta. Ni las fiestas patronales alcanzan el fervor y la concurrencia de estos días, a ratos grises y lluviosos, a ratos soleados.
Apenas oscureció el día de ayer, los cuetes y las campanas se dieron el quienvive en el aire, a cual más de persistente y atronador, anunciando la llegada de los “angelitos”, los que murieron en los primeros albores de su vida. Quienes los lloran todavía se fueron a recibirlos y velarlos en el panteón; en casa, por supuesto, les pusieron su altar. El repique se repitió a mediodía, los “angelitos” se iban; en los altares de muertos se pusieron también itacates para ellos, para el camino de regreso.
En este anochecer nuevamente cuetes y campanas; vienen los demás difuntos. Mañana, cuando amanezca, el sol cobijará a los vivos que velan a los muertos en el panteón. Los velarán como hicieron hoy con los “angelitos”, con flores de cempasúchil y ceras; con tamales; con atole y café, con una gran tina de cervezas. Aquí en el panteón las tumbas lucen como matatenas recién aventadas, de colores vivos y alegres, azules, verdes, naranjas amarillas, que las velas convierten en un amasijo de incontables lucecitas que resistirán rabiosamente los embates de la oscuridad. Vencerán las lucecitas y vencerá la fiesta.
Poco caso harán de la misa, ¡pero qué felices se ven los vivos con sus difuntos! Por más que busco y busco, no encuentro el miedo descrito por Octavio Paz. Veo gente que tiene fe de que los muertos viven y vienen a visitarnos, y celebran el encuentro con el banquete de sus mejores alimentos, un día borrego, otro día marrano y otro día guajolote. Al rato comenzará también el baile, no todo es panteón, o no para todos.
A mí toda esta vista me ha recordado el texto de Isaías y me nace la convicción de que el cielo se nos cuela en la historia. He fraccionado el Pan del Señor Resucitado en medio de un banquete de tamales y a unos metros de la tina de cerveza. La vida eterna se nos cuela desde el futuro en el hoy de nuestro corazón roto y lo inunda de una cálida certeza: están vivos.
Dios ha cumplido su Palabra. Como siempre, nuevamente, desde la cruz del viernes y la tumba vacía del domingo: en este monte Dios celebra con sus hijos un banquete de manjares suculentos y vinos exquisitos. Dios ha destruido la muerte. No corro hacia él, pero aguardo con contenida paciencia el momento de la plenitud de este banquete, la hora feliz en que vuelva a estar otra vez con los míos y para siempre. La hora en que vuelva a comer la comida de mi mamá, en que mi papá destape las cervezas para mi abuelita y mi tía Clemen, y la familia ría a carcajadas sentados en una escalera oyendo a la Sonora Santanera en los discos de mi tío Jorge.
Por más que busco, en esto que vivo no encuentro miedo. Encuentro un futuro herido de nostalgia, pero por mucha nostalgia que sea, es futuro y, por lo tanto, es vida. Sé que mi interpretación de lo que vivo y lo que espero está determinada por mi fe cristiana y eso me distancia del pensamiento de Octavio Paz, que quizá no es más que una proyección de sus propios miedos. Lo que sé, lo que creo, lo que me importa, es que Dios ha destruido la muerte, que limpiará las lágrimas de nuestros rostros, que nos quitará el luto y nos vestirá de fiesta. Y borrará la deshonra de este pueblo mexicano cansado de llorar a cada vez más muertos por el fogonazo de la brutalidad y no por el sereno paso del tiempo.
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