Juan
18,33-37
Hay momentos en los que me gustaría ser pintor, y recrear la imagen para
ser contemplada, jugando con los tonos de los colores y las distintas
intensidades de la luz. Hay momentos en los que me agradaría ser poeta, y
traducir al lenguaje de las palabras las emociones del corazón; hablar, diría
Jaime Sabines, el otro, el secreto, el subversivo lenguaje del amor. Y este es
uno de esos momentos en los que me gustaría ser ambas cosas. Me gustaría más
pintar que hablar de la escena del juicio de Jesús por Pilato. Me gustaría
plasmarlo sobre un lienzo con trazos firmes y cubrir su cuerpo erguido con los
colores de la libertad, y que su mirada transparente la profundidad inacabable
del misterio de Dios. Me gustaría deshebrar palabra tras palabra una a una de
las fibras de su corazón, contemplarlo vivo antes de ser atravesado por la
lanza del soldado.
Quizá a los ojos de los judíos, el juicio de Jesús era un acto de
purificación religiosa; quizá a los ojos de Pilato, era más una broma de humor
negro del destino que una amenaza seria al imperio romano que él representaba.
Lo cierto es que lo tenía ahí, a Jesús, frente a él, afuera de su palacio,
burlado, humillado, amarrado y hasta negado por los suyos. Su imagen era una
herida para quienes quisieron reconocer en él al Mesías Rey esperado con tanto
anhelo. Para quienes no lo creyeron, oírlo decir que era Rey, en esa estampa,
era la oportunidad de denostarlo con otra carcajada.
¿Podría alguien imaginar a este Jesús más alejado del ideal de un rey? Y
así, prisionero, se declara rey. Yo pienso en este Jesús Rey, y pienso también
en los mártires mexicanos de Cristo Rey. Me queda claro que cuando Jesús afirma
que su reino no es de este mundo no está hablando de un reino de tipo espiritual
en el cielo, más allá de la historia que nos jugamos todos los días en este
tiempo y en este espacio. Lo que Jesús está queriendo decir —diría el vocero de
Fox—, es que su modo de reinar no es como los de los imperios de la tierra, que
juegan al poder y a la dominación.
Si el Reino de Jesús estuviera más allá del tiempo y del espacio, los
mártires de Cristo Rey serían un grupo fanáticos revoltosos que no habrían
entendido el evangelio y que, lejos de buscar y vivir el reino espiritual,
habrían querido instaurarlo en la tierra identificándolo con un gobierno de
corte clerical. Más de uno así lo piensa, y quizá más de un cristero así lo
soñó. Lo cierto es que muchos murieron al grito de “¡Viva Cristo Rey!”, y con
su sangre defendieron su derecho a llenarse la boca con el nombre del Señor
glorificado.
Frente a Pilato, y en su condición de humillado, Jesús se declaró Rey y
testigo de la verdad. Ya antes se había proclamado a sí mismo como la Verdad
misma, y más antes había declarado que la verdad libera. Si Jesús es Rey y a un
mismo tiempo, por ser rey, testigo de la verdad, el reino que Jesús atestigua
es el reino de la libertad. Los mártires mexicanos son testigos de la libertad
defendida con la vida; son grito que rasgan con libertad el silencio impuesto y
deshumanizador.
Muchas maneras habrá para definir o al menos para ilustrar lo que es el
Reino de Dios, pero todas ellas tendrán necesariamente que bordarse con el hilo
de la libertad, hasta la vida misma, pues sin libertad la vida no es digna. Si
somos hijos de Dios, somos hijos de Rey, y somos también nosotros reyes y
señores. Si esto no se entiende, no se puede entender a los mártires mexicanos
de Cristo Rey; no es una cuestión simplemente de ver ante quién se dobla la
rodilla, sencillamente porque mientras los reyes y señores de este mundo
agachan a sus vasallos, Dios quiere y pone a sus hijos de pie. Esta es la
verdad atestiguada por Jesús, y dio testimonio de ella en la cruz. Más
elocuente fue el testimonio del Padre liberando a su hijo de la burla y de la
muerte, levantándolo del sepulcro, poniéndolo de pie y coronándolo de gloria y
dignidad.
Los mártires mexicanos dieron testimonio liberándose del miedo y de la
complicidad, se asumieron hijos y el Padre los reivindicó con su Hijo en la
Vida y en la Libertad. Habría que escribir siempre Libertad con mayúscula,
porque nos ha costado sangre. Honrar a Cristo Rey y a sus mártires es defender
la libertad. Ni somos eternos menores de edad, ni podemos consentir que nadie
nos trate como si lo fuéramos. El testimonio de Jesús y de sus mártires nos
muestra que la libertad no se defiende con la violencia, pero resiste a la
violencia con dignidad. Somos limitados y finitos, no nacemos con las respuestas
para nuestras preguntas, pero tampoco existe respuesta para todas las
preguntas; es cierto que nos equivocamos, pero también es cierto que la
capacidad de decisión habla nuestra libertad. Mejor equivocarse que no decidir;
mejor equivocarse que no pensar.
En nuestra historia hemos conquistado libertades que construyen la gran
Libertad de los hijos de Dios: libertad de expresión, libertad de conciencia,
libertad para votar y ser votados, libertad de amar y entregar el corazón y la
vida a una persona o a una causa justa, libertad para pensar y estudiar,
libertad para creer y practicar una religión. Pero existen libertades que aun
debemos conquistar: la libertad de superar la miseria en que se nace, la
libertad de revocar mandatos a los malos gobernantes, la libertad de la
justicia y la ecología frente al dinero y la corrupción. No es poco lo que
hemos logrado, no es poco lo que nos falta. No es poco el testimonio de Cristo
Rey ni fue poca la sangre de sus mártires. Pero el problema no es de cantidades,
sino de compromiso: no permitir que sus vidas se diluyan inútilmente en el
desierto de la indiferencia. El compromiso, entonces, es reinar con Cristo en
el testimonio de la verdad, de la Verdad que engendra Libertad.
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