Marcos 10,17-31
Se trata de un doble cuadro narrativo. En el primero, un hombre se acerca a
Jesús para preguntarle qué tiene que hacer para ganar la vida eterna. Jesús le
da una respuesta de acuerdo a la pregunta, le pide que cumpla los mandamientos
de la ley de Moisés; el hombre responde que los ha cumplido desde joven.
Entonces Jesús le lanza una propuesta con el fin de cambiar de plano la
relación de este hombre con Dios: le sugiere vender todo lo que tiene, darlo a
los pobres y seguirlo; el hombre se fue triste, pues era muy rico.
En el segundo cuadro, ante la vivencia que acaba de tener, Jesús lamenta en
voz alta frente a sus discípulos lo difícil que será la salvación para los
ricos. Éstos se asombra y se preguntan quién podría salvarse. Porque en la
mentalidad de aquel tiempo, y que todavía el día de hoy tiene mucha gente que
se dice cristiana y muy católica, Dios bendecía al que se portaba bien, y
castigaba al que se portaba mal. Y un signo de la bendición de Dios era la
riqueza, de manera que si los ricos, bendecidos por Dios, no se iban a salvar,
entonces quién, ¿los pobres, que con su pobreza purgaban sus pecados o los de
sus antepasados?
La respuesta de Jesús fue contundente: Para los hombres, conseguir la
salvación es imposible, pero para Dios todo es posible. En realidad, la
salvación no es una conquista a la que se acceda por méritos. La salvación es
don de Dios y, en consecuencia, es gratuita, de otro modo no sería regalo. Por
eso, cuando el hombre preguntó a Jesús qué debía hacer para ganar la vida
eterna, Jesús lo mandó al cumplimiento de los mandatos. No se puede pensar en
la vida eterna como algo que hay que ganar; la salvación, la vida eterna, es
algo que hay que saber acoger. El hombre confiaba en sí mismo, en sus fuerzas y
en sus riquezas, con ellas le tenía tomada la medida a Dios. Por eso, cuando
Jesús lo invitó a vender todo lo que tenía, su propósito era cambiar su
relación con Dios a un plano superior, al plano de la fe, al plano de la
confianza. Venderlo todo era necesario para trasladar la confianza de sí mismo
hacia Dios, que es Padre, el único Padre de todos.
Quizá Jesús se ilusionó con que este hombre lograra dar el paso. Pero no lo
hizo. El hombre se alejó. Cuando Marcos redactó su narración, la comunidad
cristiana estaba siendo perseguida hasta la muerte por el Imperio Romano. Roma,
como la mayor parte de las culturas de entonces, interpretaba su riqueza y
poderío como una bendición de sus dioses. Quien no adorara a los dioses romanos
y al emperador como su legítimo representante, rechazaba el orden social
establecido por Roma y, por lo tanto, practicaba y difundía ideas subversivas:
otros dioses significaban un orden social sin Roma a la cabeza. Por eso la
persecución romana a los cristianos. Si además los cristianos se llamaban entre
sí “hermanos”, el orden social que ellos promovían era igualitario, no
jerárquico como el imperio. Para Roma, no hay más señor y salvador que el
César, el emperador.
Antes de darles muerte, Roma incautaba todos los bienes de los cristianos.
Muchos cristianos renegaban de su fe en Jesús como verdadero Señor y Salvador
para mantener la posesión de sus bienes. En esta secuencia narrativa, como en
muchas otras del evangelio de Marcos, se percibe detrás el miedo a los romanos
y el apego a las riquezas como un obstáculo para la fe. Se perdía de vista que
es Dios y no las riquezas lo que salva. Se perdía la confianza en el Señor, que
había levantado a Jesús de la muerte que los romanos le habían infligido en la
cruz. Se perdía de vista que Dios es amor fiel y que, por lo tanto, lo menos
que Dios merecía de los cristianos, era una fidelidad que honrara y agradeciera
la suya. Y esto también es la fe, fidelidad.
Como Iglesia, estamos viviendo, desde este 11 de octubre, el llamado Año de
la Fe. La ocasión de este año es el 50 aniversario del Concilio Vaticano II. En
la Iglesia, el Concilio, la reunión de todos los obispos presididos por el Papa,
es la máxima instancia de representación y autoridad. El último Concilio que ha
tenido la Iglesia se reunió en el Vaticano entre los años 1962 y 1965 (de ahí
su nombre; y, como ya se había reunido un concilio en el Vaticano en 1870, se
le conoce como Vaticano II). El Concilio Vaticano II fue convocado por el Beato
Papa Juan XXIII, pues era visible que la Iglesia estaba siendo rebasada por las
circunstancias políticas, económicas, sociales, científicas y culturales del
contexto mundial. El Papa Juan XXIII, el Papa al que más admiro por mucho,
quería una Iglesia que volviera a la originalidad del evangelio, una Iglesia en
diálogo con el tiempo y con el mundo, una Iglesia nutrida de la Palabra de Dios
y de los sacramentos, una Iglesia comprometida con la transformación de la
historia desde la perspectiva del Reino o Imperio de Dios.
Por eso, en este Año de la Fe, estamos invitados a volver nuestra mirada y
nuestro corazón hacia el Señor, hacia nuestro Creador y Salvador, hacia el
Espíritu que nos impulsa a caminar como hijos de Dios en la historia. Necesitamos
volver a confiar Dios tal como se reveló en Jesús, rico en misericordia; y
necesitamos serle fieles a este Dios, que es Amor. Como sucedió al rico de la
escena del evangelio, como sucedió a los cristianos de los primeros tiempos, el
miedo y las falsas seguridades oscurecen la imagen de Dios y disminuyen nuestra
confianza en Él. No es que Jesús invitara al hombre al desamparo, la pobreza es
mala y como tal hay que combatirla. Jesús lo invitaba a la confianza y a la
solidaridad. Pero el rico no sabía dar porque no creía en el recibir.
La fe, cuando es sincera y es cristiana, invita primero a la confianza en
Dios y en el ser humano, que es su imagen y semejanza; invita a la fidelidad,
que no es simple perseverancia, sino persistencia en la fraternidad, seguir
reconociendo en el otro a un hermano, a pesar de la miseria o la criminalidad
que ensucie su rostro. Porque es esta fraternidad la mejor manera de serle fiel
al Padre. Así nos lo enseñó Jesús.
En la conclusión de la secuencia narrativa, Pedro se acerca a Jesús para
consolarlo: el rico se ha largado, porque no confió; pero nosotros, le dijo
Pedro, lo hemos dejado todo y te hemos seguido; hemos confiado en ti y nos
esforzamos por serte fieles. Con miedos y negaciones, hemos creído en Jesús y
en el Amor de Dios que nos ha mostrado. Hemos creído que la salvación se acoge,
y que se acoge cuando el corazón se abre al mundo y al ser humano, comenzando
con los últimos. Esa es la esperanza que ilumina y da color a la fe y a este
año en que la celebramos, a la confianza y a la fidelidad: la certeza de que un
día los últimos sean los primeros en la mesa del Reino, que por fin dejen de
tener hambre y coman caliente el pan de la justicia y la fraternidad. Creo que
esta es la Iglesia que un día soñó el Papa Juan XXIII; por eso convocó al
Concilio Vaticano II y lo puso bajo la protección de san José, un hombre que,
como él, sabía soñar y ponerse de pie para recibir en su casa y dar protección
a un jovencita embarazada y a un bebé perseguido; a los débiles y preferidos de
su Señor.
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